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El Venadito
Cuando nació el cervatillo, allá por principios de año, hubo fiesta en el bosque. El se mantuvo pegado a su madre mientras el resto de los animalitos del Señor bailaban y saltaban de júbilo por tan venturoso acontecimiento. Al correr de los días, sobre sus piernas largas, frágiles y delgadas, daba algunos pasos que lo llevaron a descubrir el inmenso mundo de seres y de cosas que le rodeaban.
Cada vez se alejaba un poco más de su madre; pero, no la perdía de vista y corría a refugiarse a su lado en cuanto algo le provocaba asombro o inquietud. Ella veía a su vástago como un gran explorador del universo y permanecía atenta a sus correrías; procuraba no resultar sobreprotectora ni aprensiva. Solamente cuando lo alimentaba lo acogía en su seno y con gran ternura acompasaba los latidos de su corazón con los del venadito para juntos hacer una magnífica sinfonía de amor y dulzura.
Cumplido el año de vida, el pequeño se separó de su madre y se fue a aprender las cosas de la vida con su padre. Ella lo despidió con un beso tierno y le dio su bendición. Ambos sabían que su amor era para siempre y que a pesar de la distancia, sus corazones seguirán latiendo isócronos; pero que la vida tenía que seguir y que todos los seres vivos debían acatar sus mandatos para mantener en perpetuo movimiento el universo, esa fantástica creación del Ser Superior.
El venado mayor le enseñó a caminar por el bosque con seguridad y aplomo, sorteando los riesgos que había; a calcular distancias y tomar las previsiones para nunca estar lejos de la provisiones tanto de agua como de alimento; a interpretar los diferentes sonidos de la naturaleza, principalmente del agua y del viento; y de los animales cuando cantaban las buenas nuevas y anunciaban alegría o peligro.
Casi al cumplirse el año de entrenamiento, el venado mayor dijo al joven: -Ahora, vas a conocer el riesgo mayor que existe para los venados y para los otros animales del bosque: los cazadores. Tu vida depende de la habilidad que tengas para mantenerte alejado o para huir del peligro cuando te encuentres acorralado. Nuestro creador un olfato y un oído superior al del hombre; tenemos velocidad en nuestras piernas; lo que nos pierde en el descuido.
En la noche, el padre llevó al hijo al campamento de los cazadores en el claro del bosque. Los hombres habían levantado enormes casas de campaña. Dentro había lechos de material inflable, de lona y bolsas de dormir con todas las comodidades de que disfrutaban en sus casas; afuera, grandes mesas y silla plegadizas al lado de enormes hieleras donde había comida y bebida de todo tipo y género, que un ejército de sirvientes se encargaban de preparar para los señores.
Al ver aquello, el venadito tembló de miedo. Poco faltó para que saliera corriendo en busca de su madre para esconderse en su regazo. El padre lo calmó y le dijo: -No te asustes; no tienes nada que temer. Estas personas se dicen cazadores; pero, en realidad, son gente de la ciudad que busca escapar de la monótona rutina de sus vidas y vienen al campo a platicar, comer, beber y perpetrar alguno de los excesos que las presiones sociales les impiden. Disparar sus armas sólo para poder contar hazañas fantásticas que nunca han ocurrido ni ocurrirán. A esos no hay que temer.
Al siguiente día, el padre llevó al venadito a otro campamento distinto. Ahí había potentes camionetas camufladas y varios vehículos de los conocidos como ´todo terreno´, equipados con poderosos reflectores de halógeno. El armamento que tenían era de alto calibre, con miras telescópicas, guía de rayos infrarrojos, balas expansivas y hasta trazadoras. Armas capaces de hacer trizas no a un venado, sino a un elefante. Tal equipo, asustó al hijo.
Entonces recibió su segunda lección: -No hijo, de estos muchachos no hay que temer nada; son los hijos de los otros que vimos antes. No vienen a cazar, vienen a presumir sus últimas adquisiciones en los salones donde compiten los mayores egos del planeta.
Al tercer día, el venadito fue solo a tomar agua del arroyo. A su regreso, el venado mayor le preguntó qué había visto, a lo que respondió: -Sólo vi a una persona mayor con un rifle viejo amarrado con un mecate para colgarlo del hombro. No creo que haya peligro, pues ese cazador se mueve con dificultad y quizá no pueda ni correr. Cuando lo vi estaba liando un cigarro sentado sobre un peñasco.
-¡Corre, hijo, corre! -gritó el venado viejo-, ese sí es un cazador. No viene a divertirse ni a presumir, viene para aliviar el hambre de su familia. Él te vio antes de que tú lo vieras; te midió para saber que aún eras muy tierno para comer y se entretuvo armando su cigarro en espera de que tu lo guiaras a donde estamos. ¡Corre, hijo! Ese no juega a la cacería, es un cazador y caza.
La moraleja de esta fábula es que siempre hay que saber a qué jugar.