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´Primero estaba el mar´

Se reedita el libro del escritor colombiano Tomás González publicado originalmente en 1983, un texto exuberante en el tino con el que se elige cada palabra y nos adentra en una atmósfera cada vez más densa, alcohólica, alucinante, pestífera...

Retrato del autor Tomás González.´Primero estaba el mar´

Una reseña coloca un libro en el campo cultural y también en el mercado. Más allá de utopías de independencia del primero respecto al segundo, campo cultural y mercado se funden a menudo en un magma indistinguible. Primero estaba el mar, cuya primera edición data de 1983, no merece reaparecer en este oportunísimo reencuentro con el público apelando al argumentario que convierte en vendible una novela: visiones muy esperanzadas de la vida que nos ayudan a ser mejores personas; un gozo que nace del humorismo y la levedad; el hallazgo de la luz en nuestras cositas mínimas. No. Este libro es terrible y maravilloso. No necesita meterse en una pompa rosada de jabón para presentarse en sociedad.

J. y Elena abandonan Medellín, su noctambulismo y su acomodada bohemia. Él quizá lo hace buscando ser más coherente con su acracia; las razones de ella se vinculan con la fantasía de mejorar socialmente. Sabemos que nada saldrá bien. Así que este libro habla de que no se puede cambiar de vida: hay desigualdades tan necrosadas en los esquemas sociales que el resentimiento ennegrece el corazón de los parias de la tierra, y una ingenuidad autodestructiva marca el talante falsamente igualitario de los señoritos de buena voluntad. El cuento de la lechera adquiere una dimensión salvaje. Tampoco funciona la conversación interracial: las doñas no muy cultas, que se transforman en señoras de la casa, mandan levantar una alambrada para que los pies descalzos de una mujer negra no atraviesen su propiedad. Por su parte, las esposas de los mayordomos son pusilánimes, sucias, y dejan que sus hijos defequen por los pasillos. Salir de la ciudad y de sus servidumbres, anidar junto a las ceibas y el mar, no nos libera de nada; la naturaleza se impone y primero estaba el mar, la crueldad de las lluvias, el ganado enflaquecido y garrapatoso, las picaduras de serpiente. Nuestro tamaño es ínfimo frente a una naturaleza a la que, sin embargo, asestamos golpes mortales. Hay algo vanidoso y suicida en nuestra relación con el entorno, y ese vínculo violento se recrea en tres pasajes deslumbrantes: lo vivo resplandece en el cementerio; se tala un árbol majestuoso y con él mueren multitud de animales y plantas; el cuerpo de J. vuelve a la tierra.

Sabemos desde el principio que J. ha muerto, pero González no trabaja con el virtuosismo juguetón de Crónica de una muerte anunciada. Trabaja con la inexorabilidad. Las buenas intenciones, las lecturas —Dostoievski, Neruda—, el anarquismo o la renuncia snob al buen gusto le van a servir de poco a un personaje que pide que carguen sus bultos, pero no quiere ser un rico. Tampoco es un menesteroso: es alguien con posibilidad de endeudarse y, en su ridiculez y en la anonimia a la que lo reduce la inicial de su nombre, se parece mucho a cualquiera de nosotros. J. y la ineficacia radical de las buenas intenciones. En Primero estaba el mar oímos el rumor de Kafka y de Camus decantados por la mejor narrativa colombiana. Escuchamos a Onetti. Disfrutamos de un texto exuberante en el tino con el que se elige cada palabra y nos adentramos en una atmósfera cada vez más densa, alcohólica, alucinante, pestífera... El amor no salva. El futuro y la memoria descansan en el mar. Reposo y oleaje. Punto de confluencia entre lo vivo y lo muerto. Solo nos resta asumir esa fusión de la materia en la materia. Somos partículas con proyectos imposibles. El libro ha merecido valoraciones elogiosas de escritoras tan optimistas como Elfriede Jelinek. Es, sencillamente, una preciosidad.