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Los poderes fácticos
Dado que poder significa tener la capacidad o facultad de hacer determinada cosa, los poderes públicos, esto es la encomienda que recibe una persona para cumplir determinadas tareas en favor de la sociedad
Que le delega su voluntad expresa mediante mecanismos previamente acordados, son un compromiso que obliga a rendir cuentas y, además, a rendir buenas cuentas, demostrando que se tiene la capacidad para el desempeño de la tarea y así acceder a la facultad de utilizar los métodos coactivos pertinentes.
Ese es el ideal, la utopía de los grandes pensadores a lo largo de la historia de la humanidad; pero, cuando el poder se asume como la capacidad que tiene el apoderado para obligar a alguien a realizar un acto determinado, incluyendo el uso de la violencia, empiezan los asegunes. Constitucionalmente se expresa que: "La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno", según reza el Artículo 39 de la Carta Magna.
Sin embargo, en la segunda parte de la centuria pasada se observó que los auténticos poderes no están en las instituciones tradicionales; sino al margen de ellas. Estos poderes fácticos: partidos políticos, órganos corporativos, medios, organismos de la ´sociedad civil´, intereses de las transnacionales y la red de globalizadores, manipulan el funcionamiento de los poderes tradicionales; no actúan con transparencia, ni deliberan, reducen a las instituciones a su mínima expresión; son sólo una máscara.
De esta suerte, las decisiones de los metapoderes están totalmente fuera del control de los ciudadanos. La influencia de los factores reales de poder ha obligado a construir nuevos mecanismos, entre ellos los órganos constitucionales autónomos. Empero, los nuevos entes han sido colonizados y mediatizados por los factores reales de poder. Ante este panorama, corrupción, complicidad e impunidad campean. Quizá por ello el pueblo mexicano decidió recobrar el poder que le otorga la Constitución, con su voto.
En este mismo espacio se dijo que si el presidente Enrique Peña Nieto sacaba las manos del proceso electoral del 2018 e impedía que los poderes fácticos se regodearan haciendo de las suyas, bien podrían perdonarsele todos los yerros garrafales que perpetró al frente del Ejecutivo federal, ahijando una atroz corrupción que todo lo pervirtió. Así lo hizo y así fue que la voluntad mayoritaria de los mexicanos pudo expresarse en las urnas a través de uno de los procesos electorales más copiosos de la historia reciente.
Con ello ha empezado a labrarse la Cuarta Transformación de la vida institucional de México, que no es otra cosa que la recuperación del estado de derecho y el establecimiento del imperio de la ley. Como bien decía don Benito Juárez: "Bajo el sistema federativo los funcionarios públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad; no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes". Nada de que el sistema electoral operado por los poderes fácticos sea una agencia de colocaciones al mejor postor, nada de que el Poder Judicial siga arbitrando sin atender la ley.
La rectificación de los yerros acumulados por superposición y como resultado de la concentración cada vez mayor del poder político aliado al poder económico, es una tarea dura y difícil. Las resistencias al cambio han sido encarnizadas y a fondo. Solamente la solvencia moral del liderazgo en el gobierno ha podido resistir los embates y persistir en el empeño de hacer de México una nación justa e igualitaria.
En este momento, tanto el sistema electoral, que sigue en manos de camarillas venales y parcelas del Poder Judicial que se resisten a perder privilegios que los hicieron la casta dorada en un país de pobres, mantienen una actitud contraria al interés nacional y quizá son alentados por poderes extraterritoriales.
La tarea que se echó a cuestas la actual administración responde cabalmente a las premisas de John Rawls en su obra Teoría de la Justicia, en la que dice: "La idea intuitiva es que el orden social no ha de establecer y asegurar las perspectivas de los mejor situados al menos que el hacerlo sea en beneficio de aquellos menos afortunados. El principio de la diferencia representa en efecto, un acuerdo en el sentido de considerar la distribución de talentos naturales, como un acervo común, y de participar en los mayores beneficios económicos y sociales que hacen posibles los beneficios de esa distribución.
Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienes quiera que fuesen, pueden obtener provecho por su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos".
Ideas que no logran entender los poderes fácticos ni las instancias y órganos del poder público envilecidos.