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1864 Digna respuesta de Juárez a Maximiliano
Hoy, al cumplirse casi siglo y medio de la muerte del presidente don Benito Juárez, el Benemérito de las Américas, faro de luz que ha iluminado el cielo del Anáhuac desde la restauración de la República y la aplicación de las Leyes de Reforma, es conveniente recordar uno de los textos más importantes en los que, además de evidenciar su inmenso amor a México y a los mexicanos, sentó las bases para dar una contundente respuesta a todos los traidores que, bajo causas nobles, persiguen intereses perversos.
Hoy, como a mediados del siglo XIX, se empeñan los adoradores del becerro de oro en buscar la intervención de las potencias extranjeras en los asuntos que únicamente competen a los nacidos en esta tierra de enorme riqueza humana y cultural, que sigue siendo ejemplo en la restauración de los valores que hacen del ser humano el ser superior, no porque domine al resto de las especies que pueblan el planeta, sino porque es el único capaz de sacrificar sus propia bienestar y comodidad en favor de las causas más nobles.
La carta de respuesta del Benemérito al príncipe austriaco fue fechada el 28 de mayo de 1864, en la ciudad de Monterrey, a la que llegó el 3 de abril de ese año, para establecer su gobierno itinerante. Ese día, nombra a José María Benítez y Pinillos como gobernador y comandante militar del Estado. En tanto que el gobernador Santiago Vidaurri, quien simpatizaba con los franceses y se había sublevado en contra del gobierno federal, es derrotado y es obligado a dejar el Estado para refugiarse en Austin, Tx.
Dice así: "Usted me ha dirigido una carta confidencial fechada el 2 del presente desde la fragata Novara. La cortesía me obliga a darle una respuesta, aunque no me haya sido posible meditarla, pues como usted comprenderá, el delicado e importante cargo de presidente de la República absorbe todo mi tiempo sin descansar ni aun por las noches.
El filibusterismo francés ha puesto en peligro nuestra nacionalidad y yo, que por mis principios y mis juramentos he sido llamado a sostener la integridad de la nación, su soberanía e independencia, he tenido que multiplicar mis esfuerzos, para responder al sagrado depósito que la nación, en ejercicio de sus facultades soberanas, me ha confiado. Sin embargo, me he propuesto contestar aunque sea brevemente los puntos más importantes de su misiva.
Usted me dice que "abandonando la sucesión de un trono en Europa, su familia, sus amigos y sus propiedades y lo que es más querido para un hombre, la patria, usted y su esposa doña Carlota han venido a estas lejanas y desconocidas tierras obedeciendo solamente al llamado espontáneo de la nación, que cifra en usted la felicidad de su futuro". Realmente admiro su generosidad, pero por otra parte me ha sorprendido grandemente encontrar en su carta la frase "llamado espontáneo", pues ya había visto antes que cuando los traidores de mi país se presentaron por su cuenta en Miramar a ofrecer a usted la corona de México, con las adhesiones de nueve o 10 pueblos de la nación, usted vio en todo esto una ridícula farsa indigna de que un hombre honesto y honrado la tomara en cuenta. En respuesta a esta absurda petición, contestó usted pidiendo la expresión libre de la voluntad nacional por medio de un sufragio universal. Esto era imposible, pero era la respuesta de un hombre honorable.
Ahora cuán grande es mi asombro al verlo llegar al territorio mexicano sin que ninguna de las condiciones demandadas hayan sido cumplidas y aceptar la misma farsa de los traidores, adoptar su lenguaje, condecorar y tomar a su servicio a bandidos como Márquez y Herrán y rodear a su persona de esta peligrosa clase de la sociedad mexicana. Francamente hablando me siento muy decepcionado, pues creí y esperé que usted sería una de esas organizaciones puras que la ambición no puede corromper.
Usted me invita cordialmente a la ciudad de México, a donde usted se dirige, para que tengamos una conferencia junto con otros jefes mexicanos que se encuentran actualmente en armas, prometiéndonos todas las fuerzas necesarias para que nos escolten en nuestro viaje, empeñando su palabra de honor, su fe pública y su honor, como garantía de nuestra seguridad.
Me es imposible, señor, acudir a este llamado. Mis ocupaciones oficiales no me lo permitirán. Pero si, en el ejercicio de mis funciones públicas, pudiera yo aceptar semejante invitación, no sería suficiente garantía la fe pública, la palabra y el honor de un agente de Napoleón, de un hombre cuya seguridad se encuentra en las manos de los traidores y de un hombre que representa en este momento, la causa de uno de los signatarios del Tratado de la Soledad. Aquí, en América, sabemos demasiado bien el valor que tiene esa fe pública, esa palabra y ese honor, tanto como sabe el pueblo francés lo que valen los juramentos y las promesas de Napoleón.
Me dice usted que no duda que de esta conferencia —en caso de que yo la aceptara— resultará la paz y la felicidad de la nación mexicana y que el futuro Imperio me reservará un puesto distinguido y que se contará con el auxilio de mi talento y de mi patriotismo.
Ciertamente, señor, la historia de nuestros tiempos registra el nombre de grandes traidores que han violado sus juramentos, su palabra y sus promesas; han traicionado a su propio partido, a sus principios, a sus antecedentes y a todo lo que es más sagrado para un hombre de honor y, en todos estos casos,el traidor ha sido guiado por una vil ambición de poder y por el miserable deseo de satisfacer sus propias pasiones y aun sus propios vicios, pero el encargado actual de la presidencia de la República salió de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá, si es éste el deseo de la Providencia, cumpliendo su deber hasta el final, correspondiendo a la esperanza de la nación que preside y satisfaciendo los dictados de su propia conciencia.
Tengo que concluir por falta de tiempo, pero agregaré una última observación. Es dado al hombre, algunas veces, atacar los derechos de los otros, apoderarse de sus bienes, amenazar la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer que las más altas virtudes parezcan crímenes y a sus propios vicios darles el lustre de la verdadera virtud.
Pero existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará".
Esa es una evidencia más de que la historia es la gran maestra de la vida y que, además, es cíclica.