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Epitafio en trece estaciones para el PRD

Ha muerto el llamado Sol Azteca, actor y testigo de medio siglo de la lucha democrática mexicana. Ejemplo de las mejores aspiraciones del pueblo y muestrario de la peor condición humana en la política

Ha muerto como ha nacido, a la sombra de un caudillo. El 2 de junio el Partido de la Revolución Democrática (PRD) perdió el registro. Es el ocaso histórico del llamado Sol Azteca. Adiós a medio siglo de frustrado intento democrático que deja en la boca un gusto a ceniza.

Epitafio en trece estaciones para el PRD

La aurora. El régimen priista generó los anticuerpos que décadas después terminarían por devorarlo. La derecha panista fue más pronta en comerle terreno al PRI, pero nada como la exfamilia a la hora de reclamar las desviaciones.

La cerrazón del sistema a las demandas democráticas internas provocó la fuga de liderazgos que, sumados a expresiones de la izquierda tradicional, hizo crujir al Gobierno en las elecciones de 1988. Cuauhtémoc Cárdenas se erigió como tótem para un futuro posible.

Parto. La sangre marcó el nacimiento de la nueva izquierda. El Frente Democrático Nacional, aglomeración coyuntural para desafiar al PRI en 1988, padeció las primeras de cientos de víctimas mortales del perredismo, patente recordatorio de la violenta naturaleza del ancien régime.

La sucia elección en donde Cárdenas pierde frente a Carlos Salinas marca la ruta democrática a los derrotados. La indignada efervescencia es contenida por el nuevo líder de las izquierdas, que a las puertas de Palacio anuncia que la toma será civil o no será: crearán un partido.

Acta de nacimiento. Tantos tan distintos levantan una casa en común, momento de ecuménico gozo, pero sino del que no podrán zafarse nunca. Antes de cumplir un año la caída del sistema, nace el 5 de mayo de 1989 el Partido de la Revolución Democrática.

PRD, Sol Azteca, banderas amarillas... La nueva organización es sueño hecho realidad para viejos comunistas y socialdemócratas, sindicalistas y académicos, expriistas y socialistas, artistas, activistas urbanos y luchadores por los derechos humanos, todo eso que el PRI teme, todo eso que a la derecha repugna.

Tropiezo temprano. El alborozo por la nueva criatura no hace caja en las urnas. El priismo se recompone del susto del 88 y en las intermedias de 1991 el perredismo descubre que de la fuerte marejada de tres años atrás solo les queda la espuma. De nuevo marginales.

Empero, la figura de Cárdenas anima a las más variadas expresiones progresistas; mientras el ingeniero prepara su segundo intento presidencial, el perredismo es conciencia en el Congreso, irredenta protesta en la calle, genuino reclamo democrático en la prensa.

Íbamos a ganar. El fulgor del salinismo es la mejor noticia para la izquierda. La política gubernamental es vista como máxima expresión de lo no deseado. Cifras y discursos triunfalistas sobre un país violento y empobrecido, orden sin progreso popular, solidaridad que no iguala.

Las posibilidades electorales de Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD parecen crecer cuando desde el día uno de 1994 se desatan los demonios.

El levantamiento zapatista solo tiene en común con el magnicidio de Luis Donaldo Colosio que ambos descubren las miserias del régimen que se soñaba de primer mundo. El triunfo de la izquierda es el único escenario lógico, qué más da que la derecha ya conquiste gubernaturas mientras el perredismo fracasa en lo local. Pero el PRI renueva en 1994 la presidencia así solo sea por miedo a que el cambio traiga más muerte y pobreza. El PRD es humillado, resultan un lejano tercer sitio.

La irrupción de Anfrés Manuel López Obrador. Dicen que un expriista solo confía en otro expriista. El ingeniero bendice el traslado del liderazgo a un político tabasqueño que se sumó desde finales de 1988 al cardenismo. López Obrador fue priista y ya perdió una elección.

Con Ernesto Zedillo en Los Pinos y desatada la crisis que llevaría a las familias a perder patrimonio y a los bancos a ser rescatados, López Obrador es el mejor estratega para el momento. Es taimado y duro, cede a Porfirio Muñoz Ledo el protagonismo y se reserva para sí el pulso definitivo.

Con su resistencia a colaborar con el régimen en el Fobaproa, su gusto por la movilización, su exitoso palmarés exhibiendo dispendiosos abusos priistas, y la astucia para hacer que el Gobierno quede exhibido, López Obrador lleva en 1997 al PRD a su mejor bancada de diputados federales, a Cárdenas a conquistar la capital y un año después apoya a otro expriista, Ricardo Monreal, para lanzar la toma de Zacatecas. Ahora sí, el sol comienza a brillar en lo más alto.

La derecha nubla el panorama. En el 2000, México de nuevo da la espalda a Cuauhtémoc. El líder moral del perredismo vuelve a ser tercero en las presidenciales. El panista Vicente Fox derrota al PRI y a la izquierda le queda el consuelo de que Andrés Manuel será jefe de Gobierno capitalino.

Destronado el PRI, el PRD es arrinconado por la cohabitación entre panistas recién llegados a Los Pinos y priistas que venden cara la presunta gobernabilidad que proponen desde el Congreso y las gubernaturas. Mas la real amenaza del perredismo está en otra parte.

Pecho a tierra, vienen los nuestros. En procesos de renovación de su dirigencia, el PRD prueba, cada vez con mayor frustración para su electorado, que es su peor enemigo. No hay elección interna que se salve del cochinero. Sus tribus son caníbales. Su unión, un montaje.

El costo de sus divisiones, sin embargo, estará lejos de quedar en el fuero interno. La historia del PRD es una más de esas donde los éxitos son maldiciones; casi cada avance implicó un nuevo momento para el escándalo y la vergüenza. Por peleas internas, por disfunción pública.

Videoescándalos y más. Qué burlón es el destino. El mismo día de 2024 en que la autoridad electoral desoye el último ruego del PRD para salvar el registro, se tiene la noticia de la detención en Panamá de quien hace 20 años puso en la picota a toda una generación perredista.

2004 no se olvida. López Obrador es una fuerza creciente rumbo a la elección de 2006 y el foxismo desmaya ante la idea de que el sueño presidencial panista podría durar solo seis años. ¿Qué hacer?, preguntaron los antidemócratas azules. Un empresario tenía videos como respuesta.

Carlos Ahumada fue detenido este viernes en Panamá, 20 años después de que filtrara videos de colaboradores de López Obrador jugando en Las Vegas o retacándose los bolsillos de efectivo. Una pieza fundamental de esa emboscada no fue, sin embargo, opositora.

Rosario Robles, que sustituyó a Cárdenas en la jefatura de gobierno en 1999, izquierdista pura y presidenta perredista en tiempos de Andrés Manuel en el Distrito Federal, fue cómplice, por acción y omisión, de Ahumada. Mayor culebrón, corazones rotos incluidos, no ha habido en décadas. El PRD era de carcajada a la hora de propagar honestidad y profesionalismo. La purga no borró la mancha al perredismo.

Voto por voto, casilla por casilla. Si Andrés Manuel sobrevivió al complot de los videoescándalos fue porque se demostró, al mismo tiempo, que era más fuerte que el partido y que este nunca llegaría a la madurez, nunca superaría su codependencia a un caudillo.

El desafuero de 2005 cayó, se diría hoy, como anillo al dedo al jefe de gobierno. Lo victimizaron, lo engrandecieron.

El PRD se aglutinó en torno suyo con la esperanza de ocultar sus defectos tras la figura de un líder perseguido por quienes no pudieron quitarle popularidad, ni vaciarlo de razón en que era ya tarde para buscar que por el bien de todos primero fueran los pobres.

A pesar de su fuerza, López Obrador perdió en las polémicas elecciones de 2006. La derrota probó que hacía falta partido, no solo candidato. Nunca pudieron hacerle entender que se requerían alianzas, que necesitaba escuchar, que juntos eran más, que no solo era él. El partido soy yo, llegó a creerse Andrés Mauel. Y así le fue: sus adversarios lo humillaron.

Negado a reconocer triunfos ajenos, el tabasqueño puso al PRD su prueba más fuerte. Dentro del partido, el plantón de Reforma, la exigencia del recuento y la autoproclamación como presidente legítimo hicieron titubear a algunos y radicalizaron a otros. El cisma asomaba.

Nueva esperanza. Como antes con Cárdenas, la suerte perredista ahora dependía de otro tlatoani. Andrés Manuel se fue a dar de nuevo la vuelta a la República y Marcelo Ebrard, desde la jefatura del Distrito Federal, asumió la resistencia al presidente Felipe Calderón.

La figura del jefe de gobierno fue creciendo, mientras la dirigencia en turno a manos de la corriente conocida como los Chuchos —Jesús Ortega y Jesús Zambrano— comenzó a ver más futuro en negociar con el gobierno que a mantenerse en la negativa radical.

Al asomar la sucesión del 2012, López Obrador sometió a todos. A Marcelo primero y, con encuestas a modo, se quedó con la candidatura. El PRD, en efecto, era él. Cárdenas vivía, desde entonces, un autoexilio partidista. Y los Chuchos apenas si pesaban.

El pacto del ocaso. Tras la nueva derrota de Andrés Manuel, para más INRI a manos del odiado PRI, el PRD negocia con el presidente entrante un paquete de reformas que impactó en el eje del estatismo obradorista. Los Chuchos apoyarían de facto abrir el sector energético.

Repuesto de un infarto, López Obrador preparó su salida del PRD. Se fue a la Amado Nervo, diciéndose en paz y a mano, pero no sin advertir el errado camino que según él el perredismo había tomado: pactar con PRI y PAN reformas neoliberales. Tuvo razón, esos partidos lo arrastraron a la ignominia.

El final. El oportuno salto de López Obrador fuera del PRD salvó al tabasqueño de la más dolorosa de las manchas. Un notable perredista estuvo en el centro de la matanza de los 43 de Ayotzinapa: el alcalde de Iguala terminó de sumir en el descrédito a los perredistas negociadores.

Ese año, en 2014, nació Morena y el gran éxodo de perredistas hacia el nuevo partido cumplió la profecía: el Sol Azteca se fue reduciendo a la categoría de cascarón. Las campañas del 2018 y del 2024 fueron sin el aval del caudillo que les dio vida y en contra del caudillo que les llevó a sus mejores logros. ¿Qué podría salir mal? Todo. Y así fue.