Albert Hofmann, el descubridor del LSD: desconócete a ti mismo
Hay un materialismo ramplón, fisicalist a, mecánico; y un materialismo osado, en el que la materia está viva y respira luz. A esta última tribu pertenecería el químico suizo
La Química es la ciencia del enlace y la mutación. La Física, de las interacciones y fuerzas que articulan el esqueleto del mundo. Metabolismo y estructura. Albert Hofmann se convirtió en el químico más célebre del mundo por su encuentro, más o menos casual, con el LSD. El químico ve cosas que el físico no ve. Sabe que las matemáticas no lo son todo, que los enlaces que forman las moléculas tienen un componente erótico y no numerable. La molécula, pese a ser un eléctricamente neutra, nunca es de todo estable, siempre está dispuesta a compartir un enlace o formar uno nuevo. A ello se dedican los químicos, que son los casamenteros de los átomos: rompen algunos enlaces y forman otros. De ahí que la química sea más humanista que la física. La física se mueve en el cielo platónico, la química prefiere el fuego de las alcobas, la reactividad y las metamorfosis. El enlace es interacción atractiva (las cargas opuestas se atraen) y confiere estabilidad. La vida es, en esencia, coincidentia oppositorum. No hay que irse a la mística para comprobarlo. Heráclito lo sabía. Nicolás de Cusa lo aseguró. El número ocho (un infinito de pie) juega aquí un papel. Cuando son ocho los electrones que orbitan en su último nivel, hablamos de gases nobles. Como noble era el óctuple sendero budista. Los electrones pasan más tiempo entre núcleos que en cualquier otro lugar. Esa inquietud y ese baile hace que los núcleos se atraigan y la vida sea posible.
El gusto, el olfato, el tacto, lo visto y lo escuchado, son también enlaces. Constituyen nuestro singular compromiso con la mente del mundo. Esa mente del mundo es percepción, memoria, intención y lenguaje. Ninguna de estas cuatro cosas es egoica. El yo es un fenómeno superficial. Y lo que llamamos conciencia no pertenece a ese yo ni a la mente del mundo, aunque ambos puedan hacerla participar en el juego de la existencia, invitarla a la fiesta de la evolución. La conciencia, por otro lado, es indefinible. La razón es sencilla: se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de su naturaleza. Cuando hablamos de ella, inevitablemente caemos en un razonamiento circular. Hay que suponer aquello que se quiere probar. Al negarla la afirmamos, al afirmarla se nos escabulle. Esa vida en círculos del filósofo de la mente, ese disco rayado, ilustra un hecho esencial: la conciencia escapa a cualquier intento de objetivación. La conciencia no es científica, si por ciencia entendemos conocimiento objetivo. De ahí que, como dicen los expertos en estas lides, sea un "problema difícil", el llamado hard problem of concioussness. Podemos objetivar el gusano, el átomo y la berenjena, aunque con ello no les hagamos justicia (y los reduzcamos), pero con la conciencia no es posible. Es como las anguilas, se escabulle a cualquier intento de objetivación. Y, sin embargo, nada es más cercano, nada tenemos más a mano. De hecho, es el punto de partida de la filosofía más torticera que ha conocido la historia de las civilizaciones: el mecanicismo cartesiano. Este es el motivo de que la conciencia resulte tan insidiosa para el materialismo filosófico actual (los Dawkins y los Dennet), ese que maneja una idea mojigata de la materia. Hay un materialismo ramplón, fisicalista, mecánico; y un materialismo osado, en el que la materia está viva y respira luz. A esta última tribu pertenecería Albert Hofmann.
Los enteógenos ("dios dentro de nosotros") han estado presentes en casi todas las culturas antiguas. Los encontramos en Eleusis, el gran templo de iniciación griega, en la India védica y la América prehispánica, en las cuevas del Sahara y las estepas siberianas. Muestran, entre otras cosas, la superficialidad del ego. Dionisos desordena a Apolo, paradigma del orden y la proporción. Narciso viene de narké, la misma raíz que narcótico. El yo es un fenómeno superficial en la mente del mundo. En la versión griega del mito, Narciso es un bello mancebo que enamora a las doncellas. Entre ellas se encuentra la ninfa Eco, que, tras ser despechada, se refugia en una cueva. Para castigar la soberbia de Narciso, Némesis (la memoria) hace que se enamore de su propia imagen reflejada en un estanque. El amor, claro está, no es correspondido. Y Narciso se arroja al agua para apoderarse de su propio reflejo. La imagen se desvanece y el joven de ahoga. El mito de Narciso es un mito de actualidad.
En este sentido, el LSD es una crítica de la civilización moderna, que ha agrandado la distancia entre el yo y el mundo, sojuzgando la tierra. "Nosotros saqueamos la tierra, y a los maravillosos logros de la civilización técnica se le opone una destrucción catastrófica del medio ambiente. Hemos conquistado las energías atómicas que amenazan la vida en todo el planeta". Aunque hoy intentamos reparar los daños con medidas de protección del medio ambiente, "esos esfuerzos no son sino parches superficiales y poco efectivos". No siempre fue así. Hofmann recuerda los misterios de Eleusis, en los que fueron iniciados Platón, Aristóteles, Marco Aurelio, Adriano y Cicerón. Este último dejó escrito que "allí obtuvimos no sólo el motivo para vivir con alegría, sino también una esperanza mejor ante la muerte". Es probable que la bebida sagrada que tomaban los iniciados tuviera como ingrediente el cornezuelo de centeno, lo que justificaría las experiencias estático-visionarias que se producían en el sanctasanctórum del telesterion. Cuando el rey godo Alarico destruyó el santuario de Eleusis, se produjo el fin definitivo del mundo antiguo. Ese paganismo regresó fugazmente en los años 50 y que parece vivir hoy un nuevo renacimiento. Para Hofmann, el LSD facilita una experiencia mística, totalizadora, decisiva "para la sanación de quien padece una imagen del mundo unilateralmente racional y materialista".
Tanto en el viaje psicodélico como en los relatos sobre el estado intermedio del budismo tibetano (síntesis de doctrinas indias y chamanismo bon), se habla de la experiencia de tortuosos infiernos de insoportable confusión y de excelsos paraísos de beatitud. La enseñanza de la liberación mediante la audición conmina a quien atraviesa ese umbral a no dejarse enredar por la dicha o la desdicha, y avanzar hacia la luz. Generalmente estos paraísos e infiernos han sido considerados por los budistas como creaciones de la mente del difunto (proyecciones su karma) y se ha enseñado a no identificarse con ellos. Con la tesis de la mente del mundo, esta interpretación varía ligeramente, aunque en un sentido que nos parece decisivo. Los infiernos y paraísos no son creaciones de quien ha muerto a la vida física y atraviesa el estado intermedio. Son, más bien, creaciones de la mente del mundo, en la cual participan todos los seres. En este sentido, pueden considerarse "realidades externas" aunque en continuidad con lo que somos (percepción, memoria, intención y lenguaje). El lazo que trata de retenernos sí es nuestro, lo hemos ido creando conforme vivíamos, mientras participábamos de la mente del mundo. Pero lo decisivo es que no somos (al menos enteramente) esa realidad. Falta un factor decisivo: la conciencia, que no forma parte de la mente del mundo pero que, paradójicamente, la anima y da sentido. Sin la participación de la conciencia, la percepción, la memoria, el deseo y el lenguaje sería realidades inermes, estériles, no creativas. Sin la conciencia, la mente del mundo no podría activarse y el universo, tal y como lo conocemos, no se manifestaría.
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El viajero, como parte de su formación, se ve obligado a atravesar todos esos ámbitos, fastos y nefastos, para comprender la naturaleza del mundo por el que navega. Y así, advertir que su mente es sólo suya de un modo superficial, y que esa mente individual que participa en la mente del mundo no es la conciencia, sino algo superpuesto a ésta. Y que es el magnetismo y la colaboración entre estas dos, la mente y la conciencia, lo que hace posible la manifestación universal.
Una fotografía antigua en blanco y negro de cornezuelo del centeno, expuesta en la muestra ´LSD, the 75 Years of a Problem Child´, celebrada en Berna en 2018. Este hongo contiene ácido lisérgico y su precursor, la ergotamina.