A las cinco de la tarde
Había recibido la noticia de que me habían dado el premio Federico García Lorca, y quería contárselo a mi madre porque pensé que le alegraría saberlo, pero también porque para mí era algo demasiado entrañable
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
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a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
Los ocho versos anteriores le pertenecen a uno de los más extraordinarios poemas que nos haya legado el siglo XX: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca. El poema es un largo duelo por un torero, Ignacio, quien fallece el 13 de agosto de 1934, producto de una cornada en la plaza de toros de Manzanares. Dos años después, el 18 de agosto de 1936, Federico García Lorca muere fusilado por la jauría franquista. Fue en Granada, su ciudad natal, y sus restos hasta ahora no han sido encontrados .
Es el incancelado espanto del mundo, pero como si, contra todo, perviviera una bondad oculta en lo más inesperado, hace dos meses se me vino encima la inmensidad del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías con una fuerza tal que me cambió para siempre. Tiene que ver con mi madre. Yo había recibido la noticia de que me habían dado el premio Federico García Lorca, y quería contárselo porque pensé que le alegraría saberlo, pero también porque para mí era algo demasiado entrañable, demasiado íntimo y feroz, que este premio tuviera el nombre de un desaparecido más de esta tierra.
Porque infinitamente más allá de mí o de quienes lo reciben, lo que se está representando esa premiación es un homenaje de amor y de solidaridad que la ciudad donde nació García Lorca y donde fue ejecutado, le rinde a todos los detenidos desaparecidos del mundo y a sus incontables deudos que los lloran y los buscan.
Sentí entonces que yo era parte de ellos, y me imaginé abrazado a millones de otros en un abrazo imposible: un abrazo hacia la muerte, que quería arañar, hurgar, cavar, cada gramo de polvo hasta encontrar a Federico, al poeta amigo, hasta encontrarte Federico García Lorca.
Buscamos así en cada palabra que nos decimos, en cada canción, en todos los poemas, a esos silenciosos y a ese silencioso entre tantos otros silenciosos, como llamó a García Lorca su hermano de habla, de tierra y de muerte, Pablo Neruda, también asesinado. En un texto publicado en un diario de Valencia en marzo en 1937, Neruda cuenta que una mañana, de regreso a Madrid desde una aldea de Extremadura donde habían estado con García Lorca, este le había dicho con la voz aún temblorosa por el horror, que había pasado una mala noche y que al llegar el amanecer vio entre la bruma a un corderito extraviado de su rebaño que se puso a pastar muy cerca de él, cuando de pronto cruzaron el camino unos cinco o siete cerdos negros que en unos minutos lo despedazaron y lo devoraron.
Como en un sueño en el que todo es real, García Lorca había visto su propio asesinato y en él, el de la humanidad entera, de esa humanidad que es asesinada cada vez que se asesina a un ser humano. Todo asesinato es un genocidio, pero los poetas como él también nacen para hacer de la muerte algo inmortal.
Decía líneas atrás que le había contado de este premio a mi madre. Ella tiene 99 años, se mantiene lúcida, pero debido posiblemente a una serie de micro infartos cerebrales, ya no puede hablar y solo alcanza a emitir unos sonidos alargados, prácticamente imposibles de entender y que la dejan exhausta. Mi relación con ella no siempre fue feliz y entonces cada vez que la veo, pegándome a su oreja, le repito una y otra vez: "Mamá yo te quiero mucho", como si pudiera paliar en parte las veces en que quise decírselo y no se lo dije, y ella al escucharme invariablemente me responde algo así como "iiiooeeeaaoo".
Decía también que cuando supe lo de Granada me acerqué como siempre a su oreja y le dije: "Madre, me han dado el Premio Federico García Lorca". Y entonces ella alzó su cabeza, me miró, y con su voz de antes, clara, firme y alta, me respondió:
A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde.
Fue solo un instante, pero en ese instante entendí todo. Entendí por qué desde niño me sabía partes enteras del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de memoria y porque ese "a las cinco de tarde" lo he llevado y lo llevaré adherido en mi pulso y en mi boca hasta el final, en cada palabra que aún alcance a escribir, en cada cosa que mire o que toque. Entendí algo de mi vida y un poco la de los demás y comprendí por qué la poesía es tan importante...
Y entendí también qué significaba ese "iiiooeeeaaoo" con que siempre me contestaba cuando le decía te quiero.