Columnas > ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Exageración del aquelarre
Hay realidades que están más allá de cualquier descripción, eso sucedió con el mitin de Trump en Nueva York
No todo puede ser transmitido por escrito. He dedicado unas seis horas de mi vida a ver uno de los últimos actos públicos protagonizados por Donald Trump, en el Madison Square Garden de Nueva York, el domingo pasado, y he de aceptar de antemano que las cosas que vi y escuché no soy capaz de contárselas con alguna esperanza de fidelidad a nadie que no las haya visto y escuchado igual que yo. No siempre se ha de descartar el adjetivo "indescriptible". Hay realidades que están más allá de cualquier descripción. Podemos conformarnos con la síntesis de un titular, o de una frase literal entrecomillada, pero hay algo, mucho, que permanecerá inaccesible para nuestras facultades verbales.
Suele ocurrir eso con algunos aspectos de la vida americana, con la escala de sus amplitudes naturales, para la que no tenemos comparación en Europa, y con la dimensión también exagerada y hasta desorbitada de muchos de sus lugares, actitudes y objetos cotidianos: los todoterrenos colosales, los centros comerciales como construcciones babilónicas rodeadas de aparcamientos como desmedidos latifundios de asfalto, los cuerpos de muchas personas, los trozos de carne roja a la parrilla, los sándwiches de medio metro, los torsos hercúleos de militares y policías, los casinos en los que jubilados y jubiladas con sobrepeso y en bermudas se juegan el cheque mensual de la Seguridad Social, las megaiglesias tan grandes como casinos o como centro comerciales; y también lo que no se ve ni puede ser cuantificado con precisión: la retórica mesiánica de los discursos políticos, la piadosa teatralidad de cerrar los ojos, alzar la barbilla y llevarse la mano al corazón cuando suena el himno nacional, la simultaneidad de la extrema riqueza y de una pobreza cuya sordidez tampoco imagina un europeo, el contraste entre la variedad continental del país y la repetición infinita de una serie de patrones invariables, que tiene un hipnotismo entumecedor cuando se viaja por las autopistas: urbanizaciones de casas familiares con jardines y banderas en los porches, extensiones asfaltadas de ventas de coches de segunda mano, hoteles idénticos que siempre parecen estar en la periferia de algún aeropuerto, restaurantes de cadenas de comida rápida, almacenes como hangares de jardinería o de ferretería, todo lo mismo siempre, en autopistas que atraviesan en línea recta bosques o desiertos, y al fondo de las cuales empiezan a distinguirse en el horizonte los rascacielos de un downtown que se volverá fantasmal a las cinco de la tarde.
La paradoja de Estados Unidos es que no hay otro país que nos parezca más familiar, porque desde que nacemos nos alimentamos con sus imágenes y sus historias, y que sin embargo sea, en el fondo, tan ajeno a nosotros, tan íntimamente extraño. Bill Bryson, cuando volvió a su Iowa natal después de muchos años en Inglaterra, escribió un libro sobre su regreso y lo tituló El continente perdido. El país tiene mucho de eso, una inmensidad impenetrable no ya para los extranjeros, sino para los mismos nativos que viven en las grandes ciudades, y que llaman desdeñosamente al territorio entre las dos costas, Fly over country, el país remoto por encima del cual se pasa en avión, un vago Tíbet hermético en el que prevalece una teocracia de la Biblia, las armas de fuego, la raza blanca, la carne roja y el voto al Partido Republicano, que ya no es el de los patricios de los trajes oscuros, los acentos respetables y los clubes de campo, sino el del aquelarre populista y apocalíptico que desató hace ya casi diez años Donald Trump.
Me acuerdo muy bien del estupor por su victoria en noviembre de 2016. Aquel individuo de peinado inverosímil al que veíamos en las portadas chismosas de The New York Post y en un reality show más inverosímil todavía que se llamaba The Apprentice, de un día para otro era el sucesor de Barack Obama, y dejaba abolido con su vulgaridad de ricachón vocinglero el espejismo de elegancia y progreso postracial simbolizado por aquella pareja tan distinguida de piel oscura en la Casa Blanca, un edificio construido por esclavos. Ocho años más tarde, somos menos capaces todavía de comprender la atracción que un personaje así sigue ejerciendo sobre tantos millones de personas: un oligarca que viaja en un avión privado con grifos y retretes chapados en oro es visto como un héroe de la clase trabajadora por hombres y mujeres sometidos a la pobreza y despojados de cualquier forma de protección social; un depredador sexual que compra el silencio de actrices pornográficas y exesposas sucesivas inspira un fervor religioso cercano a la idolatría en cristianos evangélicos obsesionados por el pecado y el infierno; un machista grosero que celebra en público el tamaño de los genitales de un as del deporte y ha sido condenado por un delito de abusos sexuales provoca gritos entusiastas de mujeres cuando aparece como una estrella del rock en una tribuna; un racista confeso que califica de asesinos y violadores a los ilegales atrae a un porcentaje sustantivo de esos votantes de origen asiático o latinoamericano que llevan menos de una generación en el país pero ya recelan de los recién llegados, por esa inclinación que tienen a veces los explotados a rendir pleitesía a sus explotadores con la esperanza de dejar atrás a quienes están peor que ellos.
El espectáculo del domingo pasado en el Madison Square Garden fue un desbordamiento de esa realidad americana que para nosotros es imposible comprender, como un absceso de dimensiones monstruosas que revienta y que lo infecta todo: un caldo de cultivo aislacionista, integrista y xenófobo que ha existido siempre, pero que la hipocresía o la fortaleza institucional o el pudor reprimían. Uno tras otro, jaleados por una multitud que no rebajó su entusiasmo demente durante más de seis horas, los teloneros de Trump, con voces roncas de masculinidad amenazante, repitieron mentiras, insultos, exageraciones, calumnias, groserías tabernarias, bulos que parecería imposible que alguien en su juicio pudiera creer: las ciudades americanas han caído en poder de bandas de asesinos liberados de las peores cárceles del mundo; las víctimas de los huracanes en Carolina del Norte no reciben ayuda del gobierno federal porque el dinero que debería gastarse en las emergencias se regala a los inmigrantes ilegales, alojados en hoteles de lujo; Kamala Harris, además de incompetente y retrasada mental, es un títere manejado por sus proxenetas con la finalidad de destruir el país; también es el demonio, y el Anticristo; los demócratas son degenerados y gente de baja estofa que odia a los judíos. Un orador esgrimió un crucifijo con ademanes de exorcista y declaró que Kamala Harris no ama a Jesucristo y no admite en sus actos públicos a aquellos que sí lo aman. El exalcalde Rudy Giuliani aseguró que los niños palestinos, a los dos años, ya están adiestrados para matar. Solo Donald Trump podrá salvar a las niñas y mujeres americanas de los violadores, los asesinos, los secuestradores extranjeros; a los trabajadores de la penuria; a los pequeños empresarios de la rapacidad de los impuestos. Dios en persona votó por adelantado aquel día de julio en que lo salvó de la bala que providencialmente tan solo le rozó una oreja.
Casi cinco horas después, uno de esos himnos de rock religioso y patriótico que actúan como taladros sobre el cerebro anunció el advenimiento definitivo, la presencia terrenal del "mejor presidente en la historia del mundo", "el más grande de los luchadores", quien volvió a anunciar, levantando nuevos berridos de entusiasmo, "la mayor deportación en masa de toda la historia". De tanto oír aumentativos, siempres y jamases, a mí también se me ocurrió uno: nunca en mi vida he tenido tanto miedo de unas elecciones.