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La muerte por teléfono

No hay día en que no se nos instruya pastoralmente sobre alguna nueva ventaja de la inteligencia artificial. Gracias a ella, se ha sabido hace poco, el ejército israelí (que no se llama ejército, sino "Fuerzas de Defensa") ha desarrollado unos algoritmos que permiten determinar el número de víctimas inocentes ("daños colaterales") que es lícito provocar cuando se atenta contra un enemigo señalado: no más de 100. 

Hace poco, un misil israelí destruyó un edificio entero en una de esas zonas que las propias Fuerzas de Defensa señalan como seguras para los refugiados. Era un "ataque de precisión" en el que, al parecer, mataron a un dirigente de Hamás, así como a otras 90 personas de las que no se sabe que tuvieran culpa de nada, aparte de su desdichada condición de palestinas. Que fueran solo 90 quizás es una prueba de la mesura de los algoritmos, y también un ejemplo de lo que llama el Gobierno israelí "respuesta proporcionada".

La muerte por teléfono

Como se ve, los crímenes de Estado, a diferencia de los crímenes particulares, vienen siempre adobados de eufemismos: en los años de la ampulosamente llamada War on Terror, que consistió, sobre todo, en devastar dos países y en dejarlos luego solos y en ruinas con sus talibanes y ayatolás, y sus mujeres emparedadas y proscritas, la tortura se llamó enhanced interrogation technique ("técnica de interrogatorio reforzado"), y la entrega de prisioneros a terceros países con policías secretas aún más sanguinarias, extraordinary rendition. 

La lucha contra el terrorismo es una tarea necesaria de la que se encargan policías y jueces, sometida a las exigencias de la legalidad, con un objetivo claro y limitado. La Guerra contra el Terror suena a batalla apocalíptica entre el Bien y el Mal: el Imperio del Mal de Ronald Reagan, el Eje del Mal de George W. Bush y su farsante secuaz Tony Blair —sin olvidarse del comparsa ínfimo y engallado, José María Aznar, que, a diferencia de los otros dos, no ha dado ni una sola muestra de contrición—.

La tecnología no sirve solo para perder el tiempo cotilleando con los amigos y los seguidores en las redes sociales, o para consultar el horóscopo y nutrirse de bulos paranoides en el teléfono móvil. En el Líbano, en esta última semana, mucha gente ha estado recibiendo SMS y wasaps desde un número desconocido que resultaba ser del ejército israelí, en los que se les aconsejaba que se alejaran de ciertas zonas del país que iban a ser bombardeadas. 

No siempre es recomendable eliminar sin leerlos los mensajes no deseados, o no responder a las llamadas de números que no reconocemos. Vas por la calle, o estás echando la siesta, y oyes de pronto el tilín de un nuevo mensaje, y unos minutos después tienes que salir corriendo en busca de un refugio contra los misiles que ya empiezan a silbar sobre tu cabeza. 

Está bien que le avisen a uno antes de lanzarle una bomba, igual que está bien permitir que los niños sean vacunados contra la polio el día antes de dejarlos mutilados y sepultados entre escombros. Lev Gyammer, un activista ruso que lleva años refugiado en Polonia, recibe un mensaje de texto de su madre: "Hijo mío, cuánto te echo de menos. ¿Cuándo volverás y que yo pueda verte?" La historia la cuenta en The New York Times otra fugitiva de Rusia, la periodista Lilia Yapparova. Gyammer apaga de inmediato el teléfono. 

Su madre murió hace cinco años, justo el mismo día en que le ha llegado el mensaje. A partir de entonces, la madre fantasma cobra una vida maléfica en el teléfono de su hijo y en las redes sociales: lo insulta, le llama hijo renegado, desertor cobarde, traidor a la patria. Quizás ni siquiera hay un burócrata depravado que escriba los mensajes. Puede que estén siendo generados por inteligencia artificial, y que por eso arrecien más cuando él los borre, y no dejen nunca de infiltrarse en su teléfono y en su pobre conciencia acosada.

Rudas artimañas analógicas permitían a los esbirros del KGB o de la Stasi espiar las llamadas por teléfono fijo de disidentes y sospechosos. Las nuevas tecnologías alcanzan un grado de omnisciencia policial que nunca habrían soñado Himmler, Stalin o Mao. En un mercado de Beirut, la gente deambula entre los puestos alegres de fruta, y entonces se oye una explosión seca, y una de esas figuras anónimas cae al suelo retorciéndose y gritando, las manos apretadas contra el estómago, la fruta que había escogido tirada por el suelo. 

Lo que ha estallado causándole la muerte, y dejando paralizada de miedo a esa gente hasta ese momento dedicada a la pacífica tarea de pasear por un mercado, es el busca o el walkie-talkie que llevaba, y que ha sido manipulado por el servicio secreto israelí. Nueve muertos y 2.800 heridos hubo el primer día, 200 de ellos muy graves; 20 muertos y 450 heridos el segundo día, cuando hubo explosiones hasta de placas solares. 

No sabemos si aquí también se aplicó la contabilidad del algoritmo, y no se llegó a superar el número aceptable de 100 muertos sin culpa por cada uno de los señalados. Veo imágenes de los entierros de algunos de ellos en Beirut: atascos de tráfico, ambulancias, centenares de hombres jóvenes que gritan agitando los puños y rodeando como una gran marea las parihuelas en las que van los cadáveres envueltos en sudarios, increpando y tirando piedras contra los drones israelíes que zumban como insectos voladores sobre la multitud.

Hace poco, los ejecutivos de Amazon predecían que muy pronto el reparto de paquetes empezaría a hacerse no con toscas furgonetas y seres humanos esclavizados por la necesidad y la prisa, sino con drones inteligentes, lo cual tendría el beneficio adicional de eliminar onerosos puestos de trabajo. Estados Unidos e Israel han perfeccionado el uso de drones para ejecutar a presuntos enemigos sin necesidad de interrogatorios y de juicios. 

Por una vez, prescinden del eufemismo y los llaman selective assassinations. Assassination no es el equivalente, aunque lo parezca, del español asesinato, que se corresponde en inglés con la palabra murder. To assassinate es matar a una persona prominente, o significada por algo, sobre todo con una justificación política. En Alemania, en la ciudad de Duisburgo, una exiliada rusa, militante por los derechos de las minorías sexuales, sale al atardecer a pasear a su perro, y en la quietud de esa hora oye un cierto ruido a su espalda. 

Es un dron que la sigue de cerca. Está acostumbrada a vivir en guardia, sabiendo que ni la distancia ni el asilo político la protegen de los mismos matones corpulentos que la acosaban en su país. Pero ahora quien sigue sus pasos es este aparato volador con las alas metálicas extendidas y el ojo brillante de una cámara. Tira del perro, vuelve a su casa, quiere abrir y está tan nerviosa que la llave no entra o no gira en la cerradura, y no deja de oír el zumbido del dron. Abre por fin, entra rápido, arrastrando al perro asustado, teme que el don entre tras ella, cierra la puerta de golpe y respira echada contra ella, como para fortalecer su resistencia a cualquier intruso.

En el piso de arriba abre una ventana, y vuelve a cerrarla de golpe: el dron está parado justo frente a ella, el ojo circular a la altura de los suyos. Un jefe del FSB, los sucesores del KGB —las siglas son tan propias de los crímenes de Estado como los eufemismos— declaró en la televisión rusa después del asesinato de un disidente en el extranjero: "Nuestros largos brazos pueden alcanzar cualquier parte". Brazos ejecutores, ojos omniscientes, oídos que no dejan de espiar. No sabe uno quién sigue las pistas delatoras que a cada momento va dejando en el teléfono, o en este ordenador en el que escribo ahora mismo.