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Arqueologías del presente

Una obra que tiene mucho éxito por el impacto de su novedad provoca tantas imitaciones que al cabo de un tiempo parece menos original de lo que fue. En las artes de gran resonancia comercial no existe el pudor de la copia, ni casi su descrédito. Y los imitadores, repitiendo rasgos casi siempre superficiales de la obra original, los abaratan y vuelven romo lo que fue afilado, y previsible lo muy poco antes inaudito. 

Cuando Raymond Chandler creó a su detective Philip Marlowe tenía el presente cercano y admirable del Sam Spade y del innominado agente de la Continental de Dashiell Hammett, los dos iguales en la frialdad quirúrgica de su mirada hacia el mundo. La prosa de Dashiell Hammett es transparente, helada y cruel como un dry martini en ayunas. 

Arqueologías del presente

Raymond Chandler puede ser también lacónico y muy efectivo en el relato de la violencia, pero al encontrar la voz y el punto de vista de Philip Marlowe enriqueció el seco esquema del relato policial con una riqueza de matices y una profundidad crítica de observación de lo real que son más sugestivas todavía porque están empapadas de humorismo.

Gracias al cine, o por su culpa, las imitaciones visuales de Philip Marlowe han sido tan innumerables como las literarias. El héroe que sorprendió por su originalidad ahora es el prisionero irremediable de su parodia, de su caricatura exhausta, con una guardarropía de tabaco y alcohol, de masculinidad solitaria. 

Y, sin embargo, basta volver a los mejores cuentos y novelas de Chandler para encontrar la antigua novedad no gastada, el brillo y la precisión del estilo, tantas veces desfigurado por malas traducciones, el humor y el sarcasmo, la mirada amarga sobre el poder corruptor del dinero, que compra a los políticos y tiene a su servicio la justicia y la policía. He vuelto a leer a Chandler y descubro que es mejor de lo que recordaba, y más hondo y políticamente afilado de lo que pude apreciar en mi juventud.

He tardado mucho menos tiempo en volver a Mad Men, pero la sorpresa ha sido igual de poderosa. Tuve la suerte de ir viendo episodios según se emitían, los domingos por la noche, con ese intervalo semanal que mantenía el suspense de una entrega a otra, más la larga espera de seis meses hasta el comienzo de la siguiente temporada. 

Esa creación prodigiosa de Matthew Weiner era tan original y tuvo desde el principio tanto éxito que desató una estela de imitaciones: con mayor o menor talento, más o menos dinero, se ha querido emular su recreación meticulosa de la década de los sesenta, la ropa, el mobiliario, los objetos domésticos, los peinados y los cortes de pelo; también se ha buscado el efecto de la infinita extrañeza de un pasado en realidad no tan lejano.

Las series se han llenado de gente que fuma y atmósferas espesas de humo de tabaco, de bebedores incesantes, casi siempre con un esteticismo que quiere parecerse al de Mad Men, pero al que le falta la agudeza de la mirada crítica pero no ceñuda de Matthew Weiner, que, además de una crónica de aquella época, llevó a cabo una búsqueda de su propio tiempo perdido, el mundo de los adultos que conoció en su infancia.

Sin aspavientos, con extrema sutileza, Weiner y su equipo extraordinario de colaboradores —una obra tan personal es también una compleja creación colectiva— retratan una sociedad en la que son del todo normales ideas y comportamientos que en nuestro tiempo se han vuelto escandalosos, inaceptables, incluso delictivos: mujeres embarazadas que fuman y beben alcohol, niños que les preparan los cócteles a sus padres, ginecólogos que fuman en la consulta y tratan con siniestra crudeza a una paciente, acosadores impunes en el trabajo, bromistas que cuentan chistes inmundos sobre mujeres, sobre homosexuales, sobre judíos, sobre negros, todos siempre fumando, siempre bebiendo licores fuertes, en la oficina y en la comida, y conduciendo después con un cigarro en los labios. 

Una familia sale de pícnic al campo, en una estampa de felicidad publicitaria, y al levantarse de la hierba la madre vuelca allí mismo con toda naturalidad su mantel de cuadros lleno de desperdicios de comida y envases de plástico.

Para la gente joven todo eso es inaceptable, aunque algo inverosímil. Quienes recordamos bien aquel tiempo y las décadas siguientes, podemos atestiguar la veracidad de lo narrado, pero, sobre todo, deducir sus conclusiones más alarmantes. 

Ni uno solo de aquellos desatinos o abusos le parecía mal a casi nadie, ni siquiera a muchos de los perjudicados por ellos, tan acostumbrados que los veían como parte de una normalidad inmutable. Lo que no mucho después se volverá inadmisible, escandalosamente obvio, la mayor parte de las personas no es que lo aprueben, es que no lo ven. 

Muchos de nosotros, jóvenes de los setenta y los ochenta, no veíamos el humo del tabaco que nos rodeaba siempre, ni olíamos su hedor en nosotros mismos y en quienes nos rodeaban. Y nuestros ojos velados por el humo, nuestros olfatos anestesiados, tampoco percibían el mal olor grosero del machismo y la homofobia que eran igual de omnipresentes, en cada momento de la vida cotidiana, en los chistes que nos hacían reír y los que contábamos.

Los peores prejuicios, como las sustancias tóxicas que nos envenenan el aire y el agua, no los advierte nadie, o casi, solo algunos radicales aguafiestas, muchas veces condenados a la excentricidad o al silencio. 

En los años treinta del siglo pasado, el colonialismo era tan normal para la izquierda francesa como para la derecha, y solo la voz valerosa de Simone Weil se alzaba contra él. Hubo épocas en las que alguien que no fumara o bebiera nos parecía sospechoso, y en los que se podía ser progresista y recelar de la exigencia de igualdad de las mujeres. 

Volvía alguien de Estados Unidos y nos hablaba con indignación de las primeras restricciones sobre el tabaco, un agravio tan severo contra la libertad personal como la inconveniencia de usar ciertas palabras, o de contar chistes de chinos, de cojos, de negros, de mariquitas. Hubo un tiempo en el que también se contaban chistes de enfermos de sida.

Así que ahora, viendo de nuevo Mad Men, me pregunto cómo será una serie hecha dentro de 50 años sobre nuestro presente, tan fiel como ella a la arqueología frágil de lo cotidiano y lo efímero. Los directores de arte tendrá que crear decorados de calles de ciudades invadidas por coches enormes. 

No se verán bebés en brazos de un padre o una madre con un cigarro en la boca, pero es probable que los espectadores se queden perplejos y escandalizados al ver a niños pocos años y hasta de meses enchufados por sus padres a pantallas que les alteran el cerebro más gravemente que el humo del tabaco. 

Buscarán por tiendas de segunda mano teléfonos móviles suficientes para repartirlos entre los centenares de extras que paseen por un parque o que ocupen los vagones del metro, todos ellos vestidos con su ropa tan chocante, con sus pintorescos cortes de pelo y tatuajes anacrónicos, todos ellos extrañamente jorobados y poseídos por el brillo de una pantalla diminuta, sumergidos en ella, como enfermos de una epidemia de sonambulismo. 

Habrá decorados de tiendas enormes con las puertas siempre abiertas y un aire acondicionado de temperatura polar, y se verán anuncios de comida basura que extrañarán tanto a nuestros nietos adultos como la publicidad de recio coñac y tabaco que veíamos nosotros en nuestra niñez.

Salgo a la calle después de ver un nuevo capítulo de Mad Men y me parece que ya estoy viendo la serie futura, que soy un figurante en ella. Tenemos la soberbia de habitar un presente mejor que el pasado, pero todos vamos, por fuera y por dentro, vestidos de época, y no lo sabemos.