¿Qué queda de lo sublime?
La nueva traducción de ‘Acerca de lo sublime’, de Longino, permite interrogarse sobre la vigencia de un concepto en el que profundizaron ilustrados y románticos, que pervive en el arte, el cine o la música actuales, de Anselm Kiefer a Sigur Rós
El pasado septiembre, la primera clase de Literatura Clásica en el primer curso de Historia del Arte en la Universidad, comenzaba con una pregunta de una alumna: “¿Qué es lo bello?, ¿qué es lo sublime?”. Lamentablemente, no se le pudo dar una respuesta definitiva y unívoca. Pero quizá sea esta imposibilidad una de las características más propias de lo sublime, pese a sus muchas transformaciones: su intangibilidad e inadecuación a todo lo establecido. De ahí su carga iconoclasta, inconformista, incluso revolucionaria; pero también su peligrosidad, su oscuridad, su afinidad con los aspectos nocturnos del alma y del arte. De repente, nos damos cuenta de que, para responder a esa pregunta, en el confusionismo propio de nuestra época, queda involucrado todo nuestro moderno aparato conceptual: tampoco lo bello, lo gracioso o lo trágico gozan para nosotros de la claridad con la que la cultura griega y romana los habían definido e incorporado a todos los aspectos de sus vidas, privadas y públicas. Por eso, antes de abordar la problemática definición de lo sublime antiguo y de su historia, puede que debamos desmontar las mistificaciones de nuestra actualidad. Así, al menos, propone hacer el más reciente estudio sobre este concepto, a cargo del filósofo Haris Papoulias, en su reciente edición y comentario del tratado que sienta las bases de esta discusión, Acerca de lo sublime, de Longino, que ahora recupera Alianza. Se constata en él cómo nuestra posmodernidad neorromántica ha continuado la curiosa deriva de lo sublime desde el idealismo, sustituyendo la contemplación paisajística y arquitectónica del grand tour por el turismo de los cruceros y la emoción del horror y el peligro, evocada por Burke, por la retransmisión televisiva de los bombardeos de las guerras de Irak y Ucrania.
Todo empieza con este enigmático tratado griego de época romana, Acerca de lo sublime (Peri hypsous), que pasa de forma subterránea por el medievo y el Renacimiento y es recuperado en el XVII y XVIII, en una conocida querelle entre los “partidos” estéticos que discuten sobre la superioridad del paradigma antiguo o del moderno. ¿Homero o Milton? ¿Sófocles o Shakespeare? En breve, el debate sobre estilos y géneros literarios amplía el foco moral aristotélico con las consideraciones de carácter psicológico y antropológico de Burke y se expande de forma revolucionaria en la filosofía alemana, con Kant, Schelling y Hegel, por mencionar sólo los más conocidos de los muchos que se ocuparon de esta noción. En aquellos dos siglos cruciales para el pensamiento occidental, lo sublime sufrirá su metamorfosis más importante, dejando atrás, paulatinamente, la areté del concepto antiguo y asumiendo una cara cada vez más inquietante. Sería fascinante poder reconstruir y recorrer estas transformaciones, a veces tan evidentes que nadie las ha cuestionado jamás: por ejemplo, el mismísimo nombre de aquello que hoy llamamos “lo sublime”, que resulta de una dudosa traducción por un escurridizo vocablo latino (sublimis, con su cuestionada etimología, acaso de sub-limen) de lo que, en realidad, en griego se refería simplemente a “lo alto” (hypsos). Esta nueva edición ofrece la posibilidad de recorrer todo ese camino con detalle, desde el comienzo obligado: Longino. Además, en España teníamos una vieja deuda pendiente con el autor —a veces lo llamábamos Pseudo-Longino o incluso el “Anónimo”—, que hoy finalmente se subsana.
Pero ¿quién era, entonces, este “santo patrono” de la deconstrucción literaria? Durante mucho tiempo se pensaba en un autor de la Antigüedad tardía, quizás el heroico Casio Longino, que muere tras instigar la insumisión de Zenobia contra Roma. Luego la crítica filológica empezó a cuestionar esta identificación y ahora, según la documentada introducción de Papoulias, Dionisio Longino podría ser aceptado como un autor real, un griego filorrepublicano nacido en época augústea, que retoma todo el arsenal de las nociones clásicas y lo eleva a otro nivel, abriendo las vías hacia una crítica literaria pionera. Estudia a Homero y a Safo, y los detalles geniales de historiadores y oradores, pero teoriza la belleza incluso en la ruina. Busca la altura del estilo no sólo en palabras, sino también en el silencio, y usa fuentes nunca holladas anteriormente, como el Génesis de los hebreos (por ejemplo, en una curiosa coincidencia, hypsistos, o “altísimo”, se llamará al dios monoteísta de los judíos paganizantes del helenismo).
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Después de Longino, se abre un abismo de más de 1.000 años donde tanto el autor como el concepto de lo sublime supuestamente desaparecen. Pero puede que, como propone Papoulias en una novedosa vía de investigación, se puedan rastrear sus huellas en los orígenes de la estética bizantina, del icono claroscuro, a través del neoplatonismo y de otro Dionisio, esta vez el Areopagita, para mostrar cómo lo hypsos sobrevivió y llegó hasta nosotros de otra forma, muy distinta, a las oscuridades burkianas y después románticas. En efecto, se debe a Burke (1757) la búsqueda de las fuentes de lo sublime en las emociones más poderosas, las causadas por el terror y la percepción del peligro. Esto no lo toma de Longino, a quien ciertamente conoce bien, pero tiene claros precedentes griegos en el tratamiento de Aristóteles del terror y la compasión, en la Poética y la Retórica. En la primera, la llamada catarsis se produce en el alma del espectador de la tragedia por esa combinación de emociones, que se estudian también, en la segunda, para dar hondura al pathos del discurso. Con la intuición del peligro en un escenario trágico, Burke sigue a Lucrecio; con lo sublime de la naturaleza a Virgilio. Pero sobreabunda el terror como fuente. No por casualidad la novela gótica y sobrenatural despegan poco después de él.
Otro es el mundo que inauguran las observaciones de Kant (1764) acerca de lo sublime, piedra angular para la posteridad. Para el Kant precrítico, que también regresa a Aristóteles, la tragedia se distingue de la comedia precisamente por el sentimiento de lo sublime. También es deudor de la teoría humoral, tan cara a la medicina hipocrática, al relacionar la grandeza trágica con la melancolía, que Burton reelaborara a partir de los clásicos un siglo antes. Muy otro es el buen “humor” de la comedia, que carecería de la propiedad de lo terriblemente sublime.