Planeta 9 o Planeta X: ¿Un nuevo miembro en el club del Sistema Solar?
La presencia de un nuevo planeta en los confines del Sistema Solar podría explicar el movimiento extraño de algunos cuerpos de hielo que orbitan más allá de Neptuno
Parafraseando el monólogo final del replicante en la película Blade Runner (1982), de Ridley Scott, podríamos decir, y sería verdad, que hemos visto cosas que vosotros no creeríais: cuerpos de hielo más allá de la órbita de Neptuno, planetas enanos, objetos que se mueven con órbitas elongadas, planos orbitales que muestran el mismo ángulo de inclinación, perihelios que se extienden más allá de la influencia gravitatoria de Neptuno. Pero toda esta información no se perderá en el tiempo, es hora de averiguar qué ocurre: hablemos del planeta 9, o planeta X.
El cinturón de Kuiper contiene un par de objetos bastantes famosos: uno es Plutón, el otro es Arrokoth (cielo en el idioma Powhatan/Algonquian), el mundo más lejano jamás estudiado de cerca por una nave espacial, la New Horizons.
La mayoría de los cuerpos presentes en el cinturón de Kuiper se mueven tal y como cabría esperar por la influencia gravitatoria mutua generada por la presencia de los ocho planetas y del Sol. Hasta aquí todo está en orden. El problema aparece porque desde 2004 se están encontrando una serie de objetos en esta zona del Sistema Solar con movimientos peculiares. Es como mirar un columpio en movimiento en un árbol y no tener a nadie sentado, sabemos que alguien lo tiene que estar empujando. Estos movimientos “raros” han llevado a la hipótesis, propuesta en 2016, de la existencia de un planeta adicional, que obviamente todavía no se ha detectado, más allá de la órbita de Neptuno: se le conoce coloquialmente como Planeta 9 o Planeta X.
No es la primera vez que el comportamiento orbital anómalo de objetos conocidos conduce a un nuevo descubrimiento. Tampoco sería la primera vez que no lleva a nada más allá de una revisión mejorada de las medidas
No es la primera vez que el comportamiento orbital anómalo de objetos conocidos conduce a un nuevo descubrimiento. Tampoco sería la primera vez que no lleva a nada más allá de una revisión mejorada de las medidas. Pero como para historias de fracasos ya tenemos todos los días las noticias, nos vamos a centrar en una historia de éxito que comienza con el descubrimiento en 1781 por William Herschel y su telescopio de un nuevo miembro del Sistema Solar, Urano. El nuevo planeta tiene una órbita larga, 84 años, y durante los 60 años posteriores a su descubrimiento los astrónomos emocionados con el nuevo juguete estuvieron calculándole las efemérides (una tabla de valores que da las posiciones de los objetos astronómicos en el cielo en un momento dado) basándose en la posición de los planetas conocidos hasta la fecha. El problema era que los cálculos y las observaciones no coincidían, lo que llevó al matemático francés Le Verrier a proponer, en 1846, la existencia de otro planeta más externo para poder explicar las diferencias. El planeta causante de las desavenencias se encontró ese mismo año muy próximo a la posición predicha, se le llamó Neptuno.
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Con el descubrimiento matemático del planeta Neptuno nos vinimos arriba y los movimientos que no se podían explicar de objetos en el Sistema Solar continuaron inspirando predicciones de la existencia y a menudo localización de objetos en los confines de nuestro entorno inmediato. Así, y a pesar de añadir el nuevo planeta Neptuno a los cálculos seguían existiendo pequeñas discrepancias en las órbitas observadas y calculadas de los planetas gigantes.