Al rescate del pasado visigodo
Recreacionistas, investigadores e historiadores luchan por recuperar y exhibir las aportaciones de una cultura muy desconocida de la historia en España
Saben los historiadores que el pasado visigodo de España, clave en la unidad territorial del país y bisagra eficaz entre el Imperio Romano y la llegada de los musulmanes, es uno de los más desconocidos. La lista de reyes godos que había que aprender en la escuela, con hitos del aprendizaje memorístico como Teodorico, Recaredo o Leovigildo, no ayudaba, precisamente.
Hoy, sin embargo, numerosos recreacionistas, investigadores y algunas organizaciones trabajan para reivindicar la herencia y el conocimiento de unos invasores que se adaptaron al legado romano y que, con altas dosis de integración con el derecho y costumbres ya existentes, tomaron el dominio legal de la península hasta convertirse en motor de unificación. Muchos de ellos se dan cita este fin de semana en Cantabria.
“Hacemos recreación de la época visigoda por el reto científico que supone. Hay pocas fuentes, pocos datos arqueológicos y poca literatura de la vida cotidiana, al contrario de lo que ha sucedido con otros periodos como la Edad Media y sus cantigas”, asegura Silvia Carnicero, de 45 años, médica forense y antropóloga de Bilbao afincada en Cantabria. “Esa época estaba en la oscuridad dentro de la historia de España, pero hay yacimientos y museos con grandes restos arqueológicos de la época que nos ayudan a entender”.
Carnicero es una de los miembros del Clan del Cuervo, la organización que levanta campamentos visigodos en diversos lugares de España para mostrar su forma de vida y que este fin de semana se han instalado en Liencres (Piélagos, Cantabria). Ella, además, formó parte del equipo de forenses y arqueólogos que analizaron los restos de 13 niños y jóvenes visigodos hallados hace exactamente 20 años, en julio de 2004, en la Cueva de las Penas de Mortera (Piélagos, Cantabria). Los esqueletos yacían en el fondo recóndito de esta gruta de difícil acceso con un ajuar de gran riqueza que hoy se exhibe en el Museo de Prehistoria y Arqueología de esta región.
Pero hoy, y en Liencres, Silvia Carnicero no lleva su bata blanca, guantes esterilizados ni el material que utiliza en su trabajo en el Instituto de Medicina Legal de Santander, donde es jefa de sección de Patología Forense y donde practica autopsias de cadáveres más contemporáneos. Sino que se ha vestido con la túnica y toca propias de los visigodos y empuña cuchillos y escalpelos que recrean los de la época. “Antes de los antibióticos y de los hospitales la medicina era diferente y yo intento enseñar a la gente qué ungüentos, remedios e instrumental se usaban en la época”, asegura. “En los últimos 20 años me he ido haciendo con un amplio repertorio, he ido comprando réplicas o encargando a artesanos para ilustrar, por ejemplo, cómo se hacían las sangrías. Incluso tengo una sanguijuela”, sonríe esta mujer de apellido —precisamente— Carnicero. “Los instrumentos son el cuchillo, escalpelo, bisturí, separadores, cauterios… Era parecido a lo actual, solo que ahora es eléctrico”. Y así se lo explica a quien se acerque.
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Junto a ella está José Gómez Béjar, madrileño de 40 años, herrero y forjador con taller en Colmenar Viejo (Madrid), que en cada campamento se viste, enciende la fragua itinerante y muestra cómo se trabajaban las armas y herramientas mientras golpea un hierro al rojo vivo con el que hará una jabalina. “Yo me dedico a esto como profesional y además siempre me ha interesado la historia. Por ello lograr mezclar ambas cosas me parece apasionante”, asegura. “El hierro hoy es más barato que la madera, pero en ese mundo las herramientas, las armaduras y las armas eran artículos muy caros que muy pocos se podían permitir”. Su fuente ha sido la arqueología y los hallazgos de la época. “En España, por desgracia, al convertirse en católicos fueron dejando la costumbre de enterrar a sus muertos con las armas. Nuestro fondo de armamento visigodo es pobre, pero he indagado en lo hallado en zonas europeas cercanas, donde podemos conocer la calidad de sus materiales y he aprendido. Lo básico era la lanza, barata, eficaz y fácil de hacer. Luego están las espadas, que eran un arma de prestigio en una cultura herrera en la que la élite se entrenaba y vivía por y para la guerra. Cualquier herrero puede hacer una lanza, pero no cualquiera podía forjar una espada”, asegura.
En esta aldea improvisada de este pueblo costero, la cocción del vino especiado está a cargo de Mario Tapiador, madrileño de 31 años, mecánico aeronáutico de la Maestranza Aérea de Madrid que en sus ratos libres cocina al estilo visigodo en estos campamentos: “Se conservan recetarios visigodos gracias a las crónicas de la época y por eso sabemos qué desayunaban, comían y cenaban. Ahí ya estaban los antecesores del cocido, la matanza, el aceite de oliva y muchos guisos que reconocemos”, asegura mientras revuelve el puchero. Del armamento se ocupa Borja Patrón, madrileño de 26 años e historiador, que muestra réplicas de espadas y lanzas halladas en yacimientos. “La historia les ha tratado como bárbaros y demonios, los obispos creían que con ellos llegaba el fin del mundo y, sin embargo, trajeron una migración a zonas despobladas interesante”, explica, mientras muestra yelmos y lanzas.
Hasta aquí han llegado por situarse cerca de la Cueva de las Penas, donde hace 20 años se encontraron los 13 esqueletos y objetos metálicos como untas de lanza, encendedores de chispa, herraduras, hachas y los broches de bronce y hierro de unos cinturones con una decoración damasquinada en latón y plata. Hablamos de finales del siglo VII y principios del VIII. Todo ello perteneciente a esos niños y adultos jóvenes que allí fueron extrañamente inhumados en tiempos en que los visigodos ya habían asumido las costumbres católicas de inhumación en necrópolis y sin los rituales allí encontrados.
José Ángel Hierro, historiador y antropólogo que trabajó en el hallazgo, narra cómo la práctica funeraria encontrada en esa cueva se salía de lo corriente. “Entonces se les enterraba en torno a un templo, de Este a Oeste y con pocos objetos. Pero aquí encontramos a un gran grupo en una cueva de difícil acceso y con muchos objetos, un enterramiento extravagante y atípico. Además, habían quemado grano de cereales junto a los muertos y, más tarde, habían aplastado y quemado los propios cráneos una vez esqueletizados”, asegura. ¿Por qué? “Yo lo interpreto como prácticas necrofóbicas, las que se realizan por miedo a que esos muertos puedan volver para molestar a los vivos, una creencia bastante extendida en la Antigüedad y la Edad Media y que llega casi hasta nosotros, aunque más atenuada. Para su comunidad, esa gente tenía algo diferente”.