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´La flor roja´: los sueños de libertad cargados de dinamita de una aristócrata rusa

A través de cartas, documentos policiales y testimonios vivos, Maud Mabillard reconstruye la historia de la maximalista Natacha Klimova, que participó en un atentado contra el ministro del Interior del régimen zarista

Tras fugadas en París. De izquierda a derecha: Alexandra Tarasova, Natacha Klimova y Vilguelma Guelms.´La flor roja´: los sueños de libertad cargados de dinamita de una aristócrata rusa

Dicen que La flor roja narra la historia de una joven rusa de 21 años, hija de un abogado aristócrata de provincias, maximalista revolucionaria, que aportó las bombas para cometer el mayor atentado de la Rusia de los zares: más de 30 muertos, jirones de carne humana, la hija del ministro del Interior mutilada, las detenciones en cascada, y ella, Natacha Klimova, las comisuras de los labios remarcadas y la mirada utópica, en prisión.

Dicen que este primer libro de Maud Mabillard (Ginebra, 1975) cuenta la historia de cómo Natacha escapó de prisión con otras presas políticas y de su vida como fugitiva mientras el Imperio ruso se desmoronaba y estallaban las revoluciones y sus ecos: encarcelamientos, exilios, ejecuciones en la horca.

Dicen que esta no ficción pura es un caleidoscopio de los movimientos políticos más extremos de la Rusia de entre siglos. El grupo terrorista Voluntad del Pueblo, que mata al zar Alejandro II en 1881. 

El Partido Socialista Revolucionario, con una célula violenta que siembra el terror entre 1902 y 1908. 

Y los maximalistas, soñadores de una socialización inmediata de las fábricas y de las tierras que igual asaltan un banco que ponen dinamita para acariciar su ideal con una convicción asumida: cuando se talan árboles, saltan virutas.

Y sin embargo, por encima de todo, La flor roja es un tratado de libertad. 

De la libertad crítica que busca la literatura clandestina rusa que habla de la miseria, la injusticia, la opresión y los abusos del zarismo. De la libertad colectiva que anhelan los versos de Semyon Nadson, el poeta preferido de Natacha, o las novelas folletinescas de Scheller-Mijailov, su escritor preferido. 

De la libertad violenta que enciende en la juventud rusa ver cómo esa mujer —Vera Zasúlich— dispara y mata al jefe de policía de San Petersburgo: una mujer contra un sistema; la épica del terror. Pero es el pensamiento de Natacha, sus sueños de libertad cargados de dinamita, lo que ilumina las páginas de este libro: un ensayo que narra, una narración que piensa. Una bomba de papel.

Hay otra historia paralela en este libro: la conversión política de Tolstói, su visión contra un Estado que oprime a las masas

Lo más curioso es el punto de partida. Porque Natacha Klimova ha conocido Niza y la Riviera italiana, los hoteles rococó, las palmeras, el bel canto. Pero no puede más. 

Está zarandeada por las contradicciones entre lo que siente y lo que ve. 

Entre su concepción de la verdad, de la justicia y del deber y lo que hay afuera: terratenientes, usureros, intelectuales abúlicos, represión policial, un sistema autoritario de arbitrariedad ilimitado. 

Por eso ha actuado. Porque sabe que la alegría de unos abreva en el sufrimiento de miles de oprimidos. 

Y ella ya no puede más. 

Por eso ha llevado la dinamita. 

Por eso, desde la cárcel, al fin feliz, escribe esas hondas reflexiones: "¿Es mi conciencia joven, que no teme la libertad ni los sufrimientos que implica y que, temeraria, libremente, no se somete más que a las exigencias de mi yo? 

¿No es la alegría del esclavo que por fin se ha liberado de sus cadenas y que puede gritar su verdad al mundo entero? 

¿O bien la satisfacción de quien mira a la muerte de frente y le dice simple, tranquilamente: ´No tengo miedo´?".

Siguiendo el rastro histórico de esa personalidad magnética, Maud Mabillard —traductora afincada en Rusia desde los 16— recorre los viejos archivos del KGB, amarillentos y sesenteros; sigue a las calesas por las calles empedradas de San Petersburgo; camina por entre los puestos terrosos del mercadillo de Riazán en busca de esa plaza cuyo nombre nadie sabe descifrar: Natacha Klimova; y rebusca hasta en Krasnoyarsk, más allá de los Montes Urales, tras los pasos de su terrorista revolucionaria y preguntándose: "Huir es ser perseguido. Acosado. ¿Y cuándo podemos estar seguros de que nos hemos librado de nuestros perseguidores? ¿Llega la huida alguna vez a su fin?".

La autora no solo rastrea las huellas de Natacha. 

Hay otra historia paralela en este libro: la conversión política de Tolstói. Su visión contra un Estado que oprime a las masas de campesinos y proletarios para asegurar la riqueza de las élites. Su día a día en su finca de Yásnaia Poliana. Su relación con Nikolái Gusev, originario de la misma ciudad que Natacha, y que fue secretario personal del gran escritor. 

La huida de Tolstói hacia esa vida más pura y libre que acabó en una muerte acaecida en mitad de una estación de trenes, relatada en el reciente libro Tolstói ha muerto, de Vladimir Pozner (Seix Barral, 2022).

Tolstói creía que solo la no violencia puede liberar a la humanidad del mal. Natacha y los maximalistas, por el contrario, creían que la fuerza no entiende más que de fuerza. 

Y ese juego de espejos —un feliz hallazgo de la autora— enriquece esta investigación compuesta de cartas, documentos policiales, testimonios vivos, poemas y viejos diarios. 

Un artefacto literario basado en la estructura fragmentaria y el collage. Un libro con prosa esmerada que mantiene el difícil equilibrio entre ritmo y precisión. 

Quizá puedan resultar excesivos los casi 80 personajes. Tal vez sobren algunas cartas. Pero el conjunto compone la radiografía humana de un tiempo irrepetible de idealistas: los rebeldes rusos de antes de la Revolución. Más tarde llegaría 1917.

 

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