La consagración de una idea de narrativa tan genuina como admirable
La tercera novela de la escritora y periodista Sabina Urraca recrea la voz de una treintañera que, mientras lidia con el trauma que le provocó su última relación de pareja, adopta casi sin querer a una perra callejera
"¿De qué va su nueva obra?”, le preguntaron a Graham Greene. “De todo lo que escribí en ella”, respondió. He recordado la anécdota al acabar El celo, su peso en las manos, mientras dejo que sedimente en mí. En el mercado de hoy, que exige a los libros que traten un tema actual como requisito para dignarse a hablar de ellos o (hipotéticamente) venderlos, la tercera novela de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) cuenta con dos ases promocionales en la manga, puesto que podría venderse sin mentir demasiado bajo el reclamo de enfocar, bien “la violencia machista”, bien “el amor a los perros”. Asuntos con gancho, ¿no?
Por suerte, si un reseñista perezoso, una librera de oídas o la colega trendy del crossfit tira de titulares parecidos para hablarles de El celo, sepan ustedes que esas reducciones esterilizan la vitalidad de una escritura, la de Urraca, capaz de tejer una red de observaciones, dilemas, situaciones y detalles tan minuciosamente planificada y al mismo tiempo de apariencia tan natural que quien la lee acaba por sentir que una amiga se ha sentado muy cerca, su cuerpo hundiendo un cojín del sofá, sus temblores al alcance de un abrazo. Sentirá, en fin, una presencia real. Entonces, ¿de qué va El celo? Pues de la fe en que las novelas todavía nos pueden contar una o algunas vidas sin traicionarlas.
Gracias en parte a su mirada de editora y a la paciencia con que trabaja cada proyecto antes de darlo por terminado, la técnica de Urraca es muy rigurosa. Así, El celo es un buen ejemplo de cómo lograr que una estructura compleja se vuelva invisible a base de depurarla, o de cómo sostener la coherencia discursiva sin sacrificar ramificaciones o senderos secundarios. Ahora bien, es en el tono de la autora donde aparece la literatura. En la voz.
En este caso, la que escuchamos es la voz en tercera persona de una treintañera que, mientras lidia con el trauma que le provocó su última relación de pareja (una pesadilla en torno al exnovio, “El Predicador”, apodo cuyas connotaciones villanescas se confirmarán de modos cada vez más opresivos), adopta casi sin querer a una perra callejera. El cruce de ambas circunstancias sintetiza la novela.
¿Por qué amo yo a mi perrita Lily? Hace poco, compartí en redes sociales una foto con ella. “Perrijos”, satirizó un contacto en su comentario, ejerciendo de embajador de una desconfianza conservadora ante dos dinámicas independientes, pero que se cruzan en varias generaciones de entornos urbanos: la problematización de la paternidad/maternidad y la ampliación de la empatía afectiva hacia los “animales de compañía”, reconvertidos en parentesco. El celo muestra narrativamente en qué consiste ese renovado vínculo transespecie: no es una ingenua crianza fake ni una instrumentalización domótica de la fidelidad perruna (como escribió una vez Houellebecq, humorista cínico), sino un reconocimiento en lo común mamífero, un encuentro en el territorio añorado del instinto y la manada. Al indagar en esta intuición, Urraca logra páginas preciosas que amplían su eco a los dilemas de poder que nos constituyen en tanto que hijos, nietas, amantes, amigos, seres sociales cautivos de un género, una herencia, unas expectativas.
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Hay violencia en El celo. Hay depresión y soledad. Hay una necesidad angustiosa de comprender la propia biografía, de encarnar una historia significativa. Hombres horribles son convocados aquí. Con todo, cuando cerramos el libro predomina la luz. La maraña de confusiones y miedos que atenaza a la protagonista no se ha extinguido, pero, del mismo modo que por fin le ha otorgado un nombre a la perra, también ha aprendido a nombrar el dolor.
Por otra parte, es una pena que la novela vaya a ser leída por una audiencia mayoritariamente afín a la mirada de Urraca. Ojalá se enfrenten a su escritura aquellos que le tienen miedo al deseo femenino, a esa “fuerza” recurrente en sus páginas. Si lo hacen, sospecho que su incomodidad será mucha, pero también que esa incomodidad les regalará algunas revelaciones, si se atreven a atenderlas.
Sea como sea, en el arco que va de Las niñas prodigio a El celo pasando por la estupenda y algo desapercibida Soñó con la chica que robaba un caballo, Sabina Urraca ha consolidado una idea de narrativa tan genuina como admirable.