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Muerte en el Coliseo: mito y realidad de los gladiadores

La expectación ante el estreno de ´Gladiator II' y numerosas novedades editoriales confirman la fascinación contemporánea por las matanzas en los anfiteatros de la antigua Roma

Pedro Pascal en una escena de Gladiator 2.Muerte en el Coliseo: mito y realidad de los gladiadores
Por: Guillermo Altares
Noviembre 17, 2024 -

Los datos que han llegado hasta nosotros sobre el poeta romano Marco Valerio Marcial son muy escasos: nació en Bílbilis (cerca de Calatayud), vivió en Roma y regresó a su ciudad natal, donde murió en torno al año 103. Sabemos también, gracias al Libro de los espectáculos que forma parte de sus Epigramas, que asistió en el año 80 de nuestra era a uno de los momentos más memorables y brutales del Imperio romano: la inauguración bajo el emperador Tito del Anfiteatro Flavio, lo que hoy conocemos como Coliseo de Roma, "el monumento más famoso e inmediatamente reconocible que se ha conservado del mundo clásico", escriben Keith Hopkins y Mary Beard en El Coliseo (Crítica, 2024, traducción de Silvia Furió). Los juegos se prolongaron durante 100 días en un edificio con capacidad para 45.000 espectadores.

Marcial narra las luchas entre animales —un rinoceronte contra un oso, un toro contra un elefante—, describe una batalla naval, naumaquia, "con sus barcos y las olas semejantes a las de los mares" —aunque no explica cómo se llenaba el Coliseo de agua— y relata un combate entre los famosos gladiadores Prisco y Vero —la única descripción contemporánea que existe de una lucha— con un final bastante insólito, ya que los dos fueron declarados vencedores después de un enfrentamiento seguramente salvaje. "Al prolongar el combate Prisco, al prolongarlo Vero y estar el Marte de ambos igualado por largo tiempo, insistentemente se pidió para estos varones a voces la retirada, pero César mismo obedeció a su propia ley —la ley era combatir sin escudos hasta levantar el dedo—" (Epigramas, Biblioteca Clásica Gredos nº 236, edición de A. Ramírez de Verger y J. Fernández Valverde). No se refiere al pulgar, hacia abajo o hacia arriba, del emperador, sino a que el gladiador, para reconocer su derrota, debía levantar un dedo.

Básicamente, aparecen en Marcial todos los elementos que articulan la nueva película de Ridley Scott, Gladiator II. Este viernes se estrena en España esta segunda parte de Gladiator, que se convirtió en un éxito descomunal hace 24 años y que es utilizada por los entrenadores de fútbol para mostrar la importancia de la cohesión de un equipo en el campo. El discurso más famoso de la película, pronunciado por Russell Crowe, resuena en la eternidad de la historia del cine: "Me llamo Máximo Décimo Meridio. Comandante de los Ejércitos del Norte, General de las Legiones Fénix, fiel servidor del verdadero Emperador Marco Aurelio. Padre de un hijo asesinado, esposo de una esposa asesinada y juro que me vengaré, en esta vida o en la otra".

Leer a Marcial provoca una extraña sensación de cercanía. El mundo romano es un país muy lejano, sin duda, por mucho que los hombres no podamos parar de pensar en la antigua Roma, pero, a la vez, resulta extrañamente próximo. No solo por el descaro con el que Marcial se queja de que un amigo ya no lo mande regalos por las Saturnales, una clara muestra de consumismo antes de la era de las compras masivas como forma de ocio —"El plato que me enviabas el día de Saturno se lo has enviado, Sextiliano, a tu fulana"—; por su humor directo, grosero y eficaz —soltar carcajadas con cosas escritas hace dos mil años tiene su mérito— o por su reivindicación del derecho a reírse incluso de los poderosos —le dice al emperador en la presentación de su libro: "No avergüenza al general ser blanco de pullas"—. Sino, también, porque sus descripciones de lo que ocurre en el Coliseo no resultan tan remotas.

Los grandes partidos de fútbol y los conciertos masivos reúnen en la actualidad a personas de todo el planeta en torno a un mismo espectáculo. Ocurría lo mismo hace 20 siglos en la antigua Roma, una ciudad multicultural con casi un millón de habitantes —ninguna otra urbe logró alcanzar esa población hasta Londres en el siglo XIX—, en la que confluían pueblos, lenguas y religiones del inmenso Imperio. Escribió Marcial: "¿Qué pueblo hay tan apartado, cuál tan bárbaro, César, del que no haya un espectador en tu ciudad? Vino desde el Hemo de Orfeo el campesino de Ródope, vino también el sármata que se alimenta de la sangre de su caballo, y quien bebe las aguas nacientes del Nilo desvelado y a quien hiere la ola de la última Tetis. Se apresuró el árabe, se apresuraron los sabeos y los cilicios se mojaron aquí con sus propios chaparrones. Vinieron los sigambros con el pelo recogido en un moño y los etíopes con el pelo recogido de otro modo. Suenan las voces de diferentes pueblos, pero solo hay una cuando se dice que eres el padre verdadero de la patria". Todos aquellos que adoran el Imperio romano y, a la vez, rechazan la multiculturalidad que define la sociedad actual deberían leer un poco más a los clásicos.

No asistimos ya a matanzas de gladiadores en la arena —aunque sí lo hacemos con animales—, ni contemplamos cómo condenados a muerte son echados a las fieras —pese a que todavía existan las ejecuciones públicas en más países de los que queremos pensar, incluyendo Arabia Saudí, la monarquía absoluta que venera alguno de nuestros más insignes deportistas—. Pero eso no significa que no disfrutemos con la contemplación en vivo de la violencia —el boxeo, los toros, los rodeos o un partido de fútbol que se calienta mucho—. En cualquier caso, como prueba el éxito de Gladiator y la expectación despertada por Gladiator II, de todas las historias de la antigua Roma lo que ocurre en la arena sigue poblando como ningún otro hecho de la Antigüedad la imaginación contemporánea.

La película de Ridley Scott ha venido acompañada por varias novedades editoriales: el citado libro de Beard y Hopkins, cuya primera edición en inglés data de 2005; el estupendo y muy didáctico Gladiadores. Valor ante la muerte (Desperta Ferro), de los españoles Fernando Lillo Redonet y María Engracia Muñoz-Santos; o Populus. Vivir y morir en el humo, el lujo y el estrépito de la antigua Roma (Pasado y presente, traducción de Marc Figueras), del prolífico historiador y divulgador Guy De la Bédoyère, siempre sólido y entretenido. Son libros que se suman a una amplia bibliografía con títulos como Gladiadores. El gran espectáculo de Roma (Ariel), del investigador español Alfonso Mañas; Animales in Harena (Confluencias), de la citada Muñoz-Santos; Los olvidados de Roma (Ariel, traducción de Jorge Paredes), del gran Robert C. Knapp, o Sexo y poder en Roma (Paidós, traducción de María José Furio), del fallecido erudito francés Paul Veyne. En la pantalla se han multiplicado las series que los retratan —la última, Those About to Die (Los que van a morir), digna de ser arrojada a las fieras—, aunque pocas obras sobreviven de una forma tan contundente como Espartaco (1960), de Stanley Kubrick, una magistral parábola sobre la libertad y la solidaridad, escrita por Dalton Trumbo, protagonizada por el gladiador tracio que encabezó la mayor revuelta de esclavos que conoció Roma. Y naturalmente está Astérix y los cabreos monumentales de César, que acaban casi siempre enviando a alguien a los leones.

El libro de Hopkins —ya fallecido— y Mary Beard —la más reconocida, respetada y querida experta contemporánea en la antigua Roma— arranca con una historia que demuestra hasta qué punto los sangrientos juegos romanos están más cerca de nosotros de lo que pensamos. "Desde 1928 hasta 2000, en las medallas que se entregaron en algunos Juegos Olímpicos aparecía parte de la característica arquería, símbolo de clasicismo y del precedente antiguo de los juegos modernos", escriben. Solo con los Juegos de Sidney en 2000 estalló el asunto y la imagen fue substituida en 2004 en los Juegos de Atenas. El presidente en Australia del Consejo Mundial de Griegos en el Extranjero, Costa Vertzagias, calificó la presencia de este símbolo en las medallas de Sidney en el año 2000 de ser el "colmo de la ignorancia" y subrayó que "el Coliseo romano fue un lugar de salvajismo, donde hombres y animales eran asesinados de forma cruel, lo contrario del mensaje olímpico que nos trae un espíritu pacifista". Pero aquellos arcos perfectamente reconocibles simbolizan un interés de dos mil años por los gladiadores y el sangriento espectáculo en la arena.

"Nos fascinan los juegos porque resumen la imagen popular de los romanos: más grandes que la vida, más excesivos, más crueles. Los romanos nos ayudan a vernos a nosotros mismos, pero de una forma exagerada", explica por correo electrónico Mary Beard, autora de otros libros importantes sobre la antigua Roma como S.P.Q.R. (Crítica). "También nos permiten disfrutar de un sentimiento de superioridad moral. He oído a profesores preguntando a sus alumnos durante una visita al Coliseo ´¿haríamos algo así ahora?´. Los chavales, por supuesto, responden que no. Siempre tengo ganas de acercarme y explicarles que a lo mejor sí hacemos cosas parecidas. Los combates de boxeo no son a muerte, pero sabemos que los boxeadores suelen ser jóvenes desfavorecidos que acaban con el cerebro dañado por las peleas. De todos modos, siempre he creído que nos gustan los gladiadores tanto o más que los romanos: no hay más que ver cuántos recuerdos de gladiadores se venden, cuántas series o películas se hacen".

Fernando Lillo Redonet, catedrático de Latín, ensayista y novelista, y María Engracia Muñoz-Santos, doctora en Arqueología Clásica por la Universidad de Valencia y divulgadora, se pronuncian en un sentido parecido en una respuesta conjunta por correo electrónico: "Desgraciadamente al ser humano le fascina la contemplación de la violencia o el sufrimiento ajeno. Es conveniente no juzgar la Antigüedad con ojos de hoy, sino en su propio contexto. Los combates gladiatorios no eran una carnicería, sino un espectáculo reglado en el que el público quería disfrutar de la técnica de los combatientes y deseaba apoyar a sus luchadores favoritos. Había sangre sí, pero no era lo más importante y desde luego en los enfrentamientos no se cortaban cabezas ni se seccionaban brazos y piernas. En cuanto a las ejecuciones de los condenados a las bestias, los romanos no tenían ningún problema con ello, puesto que no había aprecio alguno por el condenado, que debía sufrir su justo castigo. Cada época debe juzgarse en su propio contexto, aunque sea tentador intentar dilucidar si los romanos eran más o menos bárbaros que nosotros".

Detrás de todo ese teatro del horror, de esos juegos que se prolongaban durante meses, de los imponentes edificios que definían la geografía urbana, de las bestias salvajes que se traían desde todos los rincones del imperio —capturar y transportar hasta Roma un rinoceronte o un elefante cuando no existían dardos tranquilizantes no debía ser una labor sencilla—, se escondía el valor más importante para las élites romanas: el poder y el control del pueblo. Fue Juvenal, contemporáneo de Marcial, quien acuñó en Sátiras la célebre expresión "panem et circenses", "pan y circo", para resumir el estado de un pueblo narcotizado por los espectáculos.

"Debemos considerar que el Coliseo y otros anfiteatros eran un teatro político", señala Mary Beard. "Representaban un microcosmos del Estado romano. La gente se sentaba vestida de etiqueta (toga) y siguiendo un estricto orden jerárquico: los senadores en las primeras filas, las mujeres y los esclavos al fondo. El emperador estaba en su palco. Había que sentarse en el lugar que correspondía a su rango. En la arena, los combatientes eran los desposeídos, los extranjeros, los condenados y los excluidos. Era un símbolo del orden romano: contemplar el sufrimiento de los ´no romanos´. Era un microcosmos del mundo".


Lista de lecturas

El ColiseoMary Beard y Keith HopkinsEpigramasMarco Valerio MarcialGladiadores. Valor ante la muerteFernando Lillo y María Engracia Muñoz-SantosPopulus. Vivir y morir en el humo, el lujo y el estrépito de la antigua RomaGuy De la BédoyèreGladiadores. El gran espectáculo de RomaAlfonso MañasAnimales in harenaMaría Engracia Muñoz-SantosLos olvidados de Roma Robert C. KnappPie de foot

'Pollice Verso' (1872), cuadro de Jean-Léon Gérôme, conservado en el Phoenix Art Museum, que dio lugar a la leyenda del pulgar hacia abajo en los combates de gladiadores.

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Mosaico que muestra unos juegos en un anfiteatro, conservado en el Museo de Susa (Túnez).

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Cuadro de Gérôme 'Ave Caesar! Morituri te salutant' (1859), que popularizó el saludo, que en realidad nunca pronunciaban los gladiadores.