Editoriales > PENSÁNDOLO BIEN

Una Navidad sin AMLO

Intoxicar la vida diaria y la de quienes nos rodean con la retahíla de agravios sobre la perversidad y la estulticia de los otros nos condena a pasarlo mal

Las inevitables reuniones familiares que traen las fiestas de fin de año fueron distintas en esta ocasión. Por lo menos en dos sentidos. Primero, una actitud mucho más sosegada con respecto a la covid. Frente a las decisiones radicales y hasta cierto punto desesperadas de hace un año, cuando la mayoría de las familias decidieron suspender festejos o mantenerlos en su mínima expresión, explicablemente porque nadie estaba vacunado, ahora la mayoría de los hogares celebraron las fiestas en una especie de "neonormalidad". La prolongada pandemia ha provocado la adopción de un estilo profesional en los gestores que existen en cada clan familiar: la hermana o el tío que a sus tareas tradicionales definiendo menús y horarios añadió ahora el de inventariar quién estaba vacunado y quién no, de advertir al sobrino que tenía que hacerse prueba de antígenos si quería ver a la abuela o establecer la densidad de parientes que podía soportar la sala. Supongo que aprender a convivir con la covid terminará por convertirnos en eso, gestores profesionales del cálculo entre riesgo de infección y la necesidad de seguir con nuestras vidas.

Una Navidad sin AMLO

Pero al margen de la pandemia, advertí este año otro cambio significativo con respecto a los anteriores. Tengo la impresión de que por primera vez en lo que va del sexenio las tribus familiares decidieron dejar en la puerta de entrada, junto a abrigos y bufandas, sus fobias y filias sobre López Obrador y la 4T. En algunos casos seguramente obedeciendo a una puesta en común, en otros como resultado de resoluciones individuales producto de las malas experiencias anteriores. Ya de por sí la mezcla de alcohol, el encierro durante horas y las muchas asignaturas pendientes entre parientes que dejan de verse durante meses constituye un caldo de cultivo para la gestación de insidias y pasiones. No son pocas las Navidades que entre mutuos reclamos y muchos "con todo respeto, pero", terminaron en pleitos y rencores que tomó todo el año apaciguar. La presencia, además, del explosivo ingrediente de la polarización política había convertido a las noches buenas de supuesta paz y felicidad en verdaderas batallas fratricidas.

Varias tribus familiares que conozco desterraron todo intento de convertir sus reuniones en tribunas para convencer a otro de amar u odiar a AMLO. Quizá el hecho de que el año pasado no pudiéramos reunirnos nos hizo valorar mejor la experiencia de ver a los sobrinos a pesar de tener que aguantar al cuñado insoportable (insoportable, entre otras razones, porque el imbécil está en la otra punta del extremo político).

Estamos entrando en el cuarto año del sexenio más controvertido que se recuerde. Quizá podríamos extender el sentido común que mostramos durante las fiestas navideñas al resto de los meses y a otras áreas de nuestra vida social y profesional. Una especie de inmunidad rebaño en contra la toxicidad política. Resulta natural que el arranque de un singular proyecto político como el de la auto llamada Cuarta Transformación generara reacciones a favor o en contra en cada uno de nosotros y es comprensible el impulso de compartir con otros tales reacciones. Pero, como me comentó un primo poco después de las uvas de los doce deseos, "estaba consumido por mi anti lopezobradorismo, todos las mañanas arrancaba el día documentando nueva información para mantener mi indignación y alimentar la rabia". Lo cual puede ser muy útil para resolver un problema, añadiría yo, pero no para vivir seis años. A dos pasos lo escuchaba su hermana, dedicada durante meses a cazar fifís de su entorno familiar para encararlos por "su egoísmo e indiferencia frente a los pobres". Es decir, consumida por la rabia opuesta.

Quedan tres años del sexenio de López Obrador, y salvo para los protagonistas de la vida pública, convendría asumir las pasiones políticas con mayor mesura. Esto no significa rehuir nuestras responsabilidades como ciudadanos ni mucho menos. Expresar nuestra opinión cuando haya que tomar decisiones, acudir a una urna, participar en un acto político cuando lo consideremos pertinente son tareas cívicas a las que no debemos renunciar. Pero intoxicar la vida diaria y la de quienes nos rodean con la retahíla de agravios permanentemente renovados sobre la perversidad y la estulticia de los otros, afrontar el día con la descalificación en la boca, nos condena a pasarlo mal. Tres años son muchos para malvivirlos.

@jorgezepedap