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La cultura que alimenta la trata de personas
Las víctimas aumentan porque el Estado no se ha preocupado por proteger los derechos de las mujeres
El pasado 30 de julio se conmemoró el Día Mundial Contra la Trata de Personas, un delito trasnacional altamente lucrativo que representa a nivel mundial la tercera fuente de ingresos para la delincuencia organizada y, la segunda en México y otros países.
De acuerdo con el Informe Global sobre Trata de Personas 2016 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), 71% de las víctimas son mujeres, mientras que las niñas representan 20%. En cuanto a las modalidades de explotación por sexo, 96% de las víctimas de trata con fines de explotación sexual son niñas y mujeres, mientras que 4% son hombres y niños.
Las mujeres en estado de vulnerabilidad por su condición económica, étnica o de género son las principales víctimas de trata con fines de explotación sexual, convirtiéndolo en un delito con un alto componente de violencia y discriminación, como ha quedado evidenciado en la nueva modalidad denominada "etnoporno", en donde indígenas chiapanecas están siendo explotadas.
La trata de personas ha crecido exponencialmente en México debido a la red de complicidades sociales e institucionales que, perpetuando la discriminación histórica hacia las mujeres, han encontrado una manera de llenarse los bolsillos.
La cosificación de las mujeres se ha vuelto común porque la rentabilidad del ilícito tiene sustento en un gran número de "consumidores" y en una la larga cadena de beneficiarios: familiares, vecinos, taxistas, fotógrafos, hoteles, restaurantes, bares, meseros y autoridades de los diferentes niveles de gobierno.
La trata descansa en la corrupción e impunidad, que ha ido introyectando en el imaginario colectivo la "natural cosificación de las mujeres y las niñas", mostrando desprecio hacia ellas, el cual se expresa en los horrorosos crímenes de los que son objeto y que quedan sin castigo.
La vulnerabilidad extrema de las víctimas no es casuística, ha sido provocada desde el poder público, al propiciar diferentes tipos de desigualdades que provocan diversas formas de violencia.
En nuestro país el diseño institucional y legal beneficia y protege a una élite que se auto asignó privilegios que la blindaron hasta lograr posicionarse por encima de cualquier derecho humano o colectivo.
Una élite que se recrea en formas, símbolos, lenguaje, vestimenta e ideologías, a través de las cuales muestra su superioridad, se diferencia del resto de la ciudadanía, de los analfabetos y de quienes tienen hambre.
El desprecio por los otros, pero sobre todo por las otras, tiene como instrumentos la impunidad y la cultura del horror, exhibidas en imágenes a través de los medios de comunicación, reiterando el mismo mensaje: "el cuerpo masacrado, vejado y sin vida de una mujer o una niña tirado en un basurero no significa nada".
La calle, los baldíos y la fosa común son el destino final de los despojos de quienes fueron previamente victimizadas por el sistema.
En esta cultura del desprecio no puede haber justicia para quien no existe, su cuerpo no se puede identificar porque cuando tenía vida fue invisibilizado hasta dejarlo sin identidad.
Las víctimas cada día son más, porque el Estado no se ha preocupado por proteger y garantizar los derechos de las mujeres ni esclarecer sus crímenes.
La estadística real e institucional es proporcional al desprecio institucional, si no es verdad que nos digan: ¿cuántos procuradores han destituido por no esclarecer los feminicidios? ¿Cuántos funcionarios están en prisión por colaborar con los tratantes? ¿Cuántas veces convocó el Ejecutivo a la Comisión Nacional de Gobernadores para armonizar la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos?