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Vivir del cuento

  • Por: AMANDA MAURI
  • 23 SEPTIEMBRE 2024
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Vivir del cuento

El cuento y la verdad parecen polos opuestos. Condiciones dispuestas una frente a la otra, incluso una contra la otra, condenadas a competir por nuestro aprecio o devoción. "Tenemos arte para no morir de la verdad", apuntó Friedrich Nietzsche, y aunque sus palabras se han repetido alegremente en forma de cita, epígrafe y tuit, el sentido que encierran dista de ser transparente. A Joan Didion también se la invoca con frecuencia, y la lectura que se hace de su "nos contamos historias para poder vivir" es similar: el cuento aparece como escondite o huida de los paisajes insulsos y hasta opresivos de la realidad.

Vida y ficción ocupan lugares separados en nuestra imaginación compartimentada. Se turnan a la hora de elevarnos o arraigarnos, de ofrecernos respiros escapistas o de enfrentarnos con los límites de nuestra inmediatez. Ambas esferas se relacionan de una forma transaccional y casi ortopédica, sin quererse mucho, pero aceptando la presencia del otro para asegurar su propia continuidad.

En las primeras páginas de Política y ficción (Península), Jorge Lago y Pablo Bustinduy señalan el poso narrativo que subyace a todo ordenamiento u organización política de la vida. "Algunos de los conceptos fundamentales de la teoría política en realidad se originaron en el seno de la poética, es decir: son conceptos poéticos politizados". Subrayan que el nacimiento del Estado, según Thomas Hobbes, se remonta nada menos que a una metáfora artística. La representación política se entiende en el sentido más teatral del término: del mismo modo que un actor representa un texto que fue escrito para él por otro —el dramaturgo ausente—, también el Estado (actor) actúa en representación de un pueblo (dramaturgo) que lo ha creado.

La gracia de las metáforas es que rara vez se limitan a ilustrar. Hacen algo más complejo: se aproximan a la verdad de una forma privilegiada, atendiendo a las contradicciones y solapamientos entre el hecho y la figuración. En este caso, la poética no es solo una imagen de la que Hobbes se sirve para explicar el funcionamiento de la política. Es, más bien, una pista, un indicio que conduce al verdadero sentido de sus palabras: política y poética nacen juntas en un parto de gemelos.

La diferencia entre una y otra —política y poética— es, sobre todo, una cuestión de orientación temporal. La poética es capaz de trascender el tiempo. Habla no solo de lo que es y ha sido, sino de lo que podría ser o podría haber acontecido. Conjuga no solo la promesa de un futuro en el horizonte, sino también un despliegue de caminos paralelos, cauces y cruces simultáneos, que se multiplican a lado y lado de la vía o arteria principal.

Cuando Lago y Bustinduy sugieren que, con la consagración del capitalismo en los noventa y el auge populista de la última década, tal vez nos encontremos ante el tan vaticinado fin de la historia —pero no solo política: también poética—, lo que quieren decir es que nos enfrentamos a un bloqueo creativo. Hemos perdido la capacidad de imaginar un futuro, una utopía, un mañana proyectado que dé sentido a nuestras luchas presentes. Nos hemos quedado sin un continuará... para nuestro cuento. No hay pulso literario, ni tensión narrativa, ni licencia poética.

A menudo, culpamos a la ficción por el empobrecimiento de la verdad, la acusamos de convertirla en un relato sin verificaciones, de vaciarla de hechos y llenarla de supuestos, cuando lo que ocurre en realidad es todo lo contrario: la verdad se debilita por renunciar a la ficción. El podría ser muere a manos de lo que hay.

El deterioro narrativo, o desnarrativización, de nuestras vidas tiene sin duda una causa múltiple. Causas que son, al mismo tiempo, síntomas. El individualismo neoliberal. La precarización del empleo y la vivienda. El retraso de una emancipación (material y mental) de los jóvenes. La disolución de fronteras que conllevan las redes sociales (de fronteras y, por tanto, de relaciones, pues para que haya un intercambio real entre un yo y un otro debe existir una frontera que les haga de puente, de medio o vehículo para conversar). 

La devaluación del rigor con el que se trata o trataba de contar el mundo, y el triunfo en su lugar del imperativo comercial: clickbait, fake news, bestsellers...

Todas conducen al mismo punto muerto: una apática soledad. Nos falta compañía, un horizonte compartido, un lugar de reposo desde el que imaginarlo, una imagen propia en la que reconocernos como sujetos fuertes. También nos falta un Otro con el que fraguar diálogos de esperanza. Para organizarnos políticamente no debemos preguntarnos únicamente quiénes somos, en torno a qué idea o comunidad nos constituimos, sino también qué lugar ocupa la otredad en nuestro mundo.

Este es el terreno de la ficción. Escribir es reconocernos en lo desconocido, invocar voces ajenas y propias, trabajar con lo que existe y lo que no. Es aquí, en lo otro, en aquello que no somos (pero podríamos ser), donde cuento y verdad se vuelven indisociables y se funden en un propósito común. Dar sentido al mundo más allá de lo que vemos, más allá de lo conocido. Crear realidad, crear presente a través del potencial de lo que podría ser, y no a partir de la certeza de lo que ya es. Urge una oda al cuento. No como escape ni subterfugio, sino como ejercicio de transformación.


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