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Ventajas de escribir con pluma todavía
Siempre he desconfiado de la gente cuyas manos o cuya letra resultan demasiado bonitas, pero no me cabe duda de que es un sesgo personal: mi propia letra es fea, sin llegar a la grandeza de ser horrorosa; en cuanto a las manos, tienen la presencia de un racimo de penes. Las manos no podemos ir a cambiarlas, pero una letra mediocre conoce sus consuelos: la grafología, por ejemplo, tiene la virtud —y el defecto— de hacer a todo el mundo interesante. Y, notablemente, siempre podemos usar una pluma para que el placer de escribir compense la decepción de ver lo escrito.
Por supuesto, si hoy nos llega a casa una carta escrita con pluma, ya sabemos que hay que sacar la cartera: ¡boda a la vista! Como al tabaco o los botijos, nuestra época les ha pasado por encima a las estilográficas. No extraña que cada vez se usen menos: también escribimos menos cada vez. Y los fabricantes lo ponen difícil: si hay plumas sencillas y bonitas, no es menos cierto que en seguida degeneran hacia el brillo y la voluta. Algunos modelos parecen hechos para escribir en exclusiva alejandrinos, y da la sensación de que, para estar a la altura de ciertas marcas, habría que ser por lo menos Marcel Proust. Más allá del temor del ornato, el mismo espíritu de comodidad —signa temporum!— que dejó las corbatas en los armarios ha dejado las plumas en los cajones. Muchas participan, así, de esa tristeza de las cosas destinadas a no usarse. Por si fuera poco, los rivales de la estilográfica tienen su cuantía. El bic es una forma eterna. Y, para quien escribe por amor o por dinero, el porrompompero de los dedos sobre el teclado tiene algo de ruido de fondo de la felicidad o, al menos, la ilusión de una artesanía para la que se requieren, como en un torno, las dos manos.
Con instrumentos diferentes se escribe de manera diferente. Cuando Nietzsche cambió la pluma por la máquina de escribir, su tono —dice Bernard Frank— se volvió más aforístico: sus frases "se cerraban como cajones". Condenadas a lo impráctico, hoy las plumas son pese a todo ejemplo de ese rasgo constantemente humano por el que nos gusta complicar la necesidad en placer. Obedecen así al mismo esfuerzo del espíritu por el que logramos convertir un gruñido salaz en un soneto de amor.
Se ha alabado a la pluma por halagar los sentidos: ¡ah, ese deslizamiento del plumín, la horadación sobre el papel, los matices aguados de la tinta...! Es una poesía a veces algo adornada, pero —qué le vamos a hacer— real y objetiva. Tras usar pluma desde la adolescencia, se revelan otras sutilezas ya dentro del orden del espíritu. Hay una individualidad en cada pluma que las asemeja a los humanos: algunas, por ejemplo, siempre nos resultarán difíciles, en tanto que con otras entramos de inmediato. Siempre pagarán en complicidad el tiempo que invirtamos en ella, pero —con un temperamento de volubilidad, de nuevo, casi humana— también tienen días en los que parecen no estar por escribir. Más: uno puede tener varias, pero la pluma que utilizamos tiene una manera de reclamar una fidelidad exclusiva para sí, de nutrir en nosotros un cierto espíritu de obligación hacia ella, y esa lealtad nos llevará a recordar las plumas buenas durante años, como si fueran presencias reales de un afecto. En un estado ideal, hay una correspondencia plena, una docilidad mutua que une a la pluma que escribe con aquel que la empuña. Con todo, la pluma comparte su mayor lección con todas las cosas detrás de las que está una mano humana: sus imperfecciones no merman, sino que constituyen su encanto, una gracia que participa de la vida que les dimos.
La pluma ya solo se justifica por un pretexto noble: el hedónico. Su condición de propiedad es tan personal que llega a convertirse en un gozo secreto: nunca querríamos mostrarla, pero usarla aporta tal encanto que aceptamos resignados que la vean los demás. Y, a diferencia de otras propiedades personalísimas —las gafas, el reloj—, guardará siempre un poco del alma de su dueño, el gesto de una vida. Como cualquier afecto real, el de las plumas también requiere para consolidarse no poca voluntad y mucho tiempo. Permanecen como un tributo al mundo en que pedíamos duración a las cosas y las cosas nos exigían cuidado. Será en parte por eso —dirán algunos— que cada vez usamos más el boli.