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La invasión de los mosquitos modificados
Imagina una ciudad al otro lado de la bahía donde, según insisten los vecinos, un grupo de científicos con batas azules anodinas y ajustados guantes de silicona se dedican a cultivar mosquitos en cantidades industriales. No cualquier mosquito, sino justo el que transmite el dengue, Aedes aegypti, que ya ha matado a 1.100 brasileños en lo poco que va de año. También es el vector del zika, la chikungunya, la fiebre amarilla y varios otros jinetes del apocalipsis que afligen a los países latinoamericanos. La incidencia de dengue se ha duplicado en Brasil en el último año. Los científicos generan 120 millones de huevos de Aedes a la semana, alimentan a las larvas con pasta de hígado y harina de pescado y, cuando eclosionan de la pupa, les cambian la dieta por un batido de sangre humana que les ponen en la pista de lo que deben ingerir en el futuro inmediato. Si fuera una miniserie de Netflix, el robot la clasificaría en el género de terror.
Y haría mal, porque la miniserie es de ciencia. No de ciencia ficción, sino de ciencia real. La hipotética ciudad del primer párrafo no es hipotética. Se llama
Niterói, y está justo cruzando la bahía desde Río de Janeiro. Los científicos misteriosos tampoco son misteriosos, sino expertos en modificar los mosquitos naturales de la zona para impedirles que trasmitan el virus del dengue y varios otros. El laboratorio de Fiocruz, un centro inspirado en el Instituto Pasteur de París, lleva ocho años soltando millones de mosquitos modificados por Niterói, y los 500.000 habitantes de la ciudad se han visto muy beneficiados por ello.
La tasa de dengue en Niterói es siete veces menor que la media de Brasil, e incluso que la media de Río de Janeiro, la gran ciudad al otro lado de la bahía. La corresponsal de EL PAÍS en Brasil, Naiara Galarraga Gortázar, ha visitado estos días el laboratorio. Los científicos revelan ahí la desconfianza pública que han tenido que superar estos años —el género de terror que suele acompañar a estas cosas— y su convicción, ya certeza, de que la técnica que usan para modificar los insectos es segura, útil y casi casi natural, por contradictorio que parezca. La pobre Naiara, por cierto, salió de allí con unos 20 picotazos en cara, manos y piernas, según su propio conteo. Pero ninguno de ellos le va a causar dengue, ni zika, ni chikungunya. No pueden.
La clave de todo esto es una bacteria llamada wolbachia, que vive dentro de las células de la mitad de las especies de mosquitos y otros insectos, pero no en las de Aedes aegypti, el vector del dengue. El World Mosquito Program (WMP), una entidad filantrópica dirigida por Scott O´Neill, un microbiólogo de la Universidad de Monash en Melbourne, Australia, ha mostrado cómo insertar la wolbachia en Aedes y ha organizado ensayos de campo a pequeña escala en Australia, Brasil, Colombia, Indonesia y Vietnam. Queda ya muy poca duda de que los Aedes modificados van sustituyendo a los naturales y permiten grandes reducciones de la trasmisión del dengue en la población humana.
La trayectoria vital de un mosquito, sin embargo, no pasa de 100 miserables metros desde su lugar de nacimiento, de modo que, por muy eficaz que sea la sustitución de un Aedes malo por uno bueno, sus efectos están condenados a ser muy locales. Por eso hay que seguir generando Aedes buenos a gran escala, para sembrarlos por decenas de ciudades brasileñas y cientos de pueblos. WMP Brasil proyecta una macrogranja que produzca 400 millones de mosquitos al mes. Mientras eso llega, Río de Janeiro, al otro lado de la bahía, sigue sufriendo siete veces más dengue que Niterói. Ya son ganas.