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Un virus llamado Trump
Fue en el verano de 2015 cuando la manera de hacer política dio un viraje monumental. El nombre de Donald Trump empezó a estar en todas partes y se especulaba, casi siempre con cierto desdén, si la trayectoria de aquel personaje iba a tener recorrido y algún tipo de futuro.
Marc Bassets empezó la última parte de Otoño americano (Elba), el libro donde armó un relato sobre sus años de corresponsal en Estados Unidos de La Vanguardia y EL PAÍS —estuvo entre 2007 y 2017—, recordando una conversación que tuvo un grupo de periodistas durante esos días en New Hampshire con Jeb Bush, la figura que el Partido Republicano veía con más empaque para batirse con Hillary Clinton en las elecciones de 2016. "Hablemos en dos o tres meses", dijo Jeb Bush. Y Marc Bassets tradujo: "Como queriendo decir: ´Nadie se acordará de Trump".
Del que nadie se acuerda ahora es de Jeb Bush, mientras Trump sigue estando ahí, ahora en otra carrera y de nuevo por ocupar la Casa Blanca. Por el momento, no le va mal en las encuestas. En 2015, cuando todavía resultaba difícil imaginar lo que vino después, a Trump se lo podía retratar con un par de adjetivos, y avanzar un diagnóstico que se compartía por doquier.
Marc Bassets utilizó estas palabras para recoger el clima de aquella época: "Un bufón y un provocador. Una fiebre pasajera". Ya saben cómo funciona esto de la fiebre.
El cuerpo se resiente, da la impresión de que te hubieran dado una paliza, a veces no respiras bien, otras estás lleno de mocos o de una incómoda y persistente tos. O con molestias en el estómago. Alicaído, flojo, tirado. Sin ganas de dar ninguna batalla.
Aun así, lo cierto es que se han librado muchas, no conviene exagerar. Es verdad que Trump estuvo cuatro años al frente del Gobierno de Estados Unidos, pero perdió las siguientes elecciones.
Las ganó Biden. Y, sin embargo, esa fiebre que parecía pasajera en 2015 sigue estando ahí, sigue influyendo en el curso de las cosas, no terminó de sanar, de irse del todo. A poco que haga cualquiera, cerrar un momento los ojos, prestar atención, enseguida se escuchan cientos de ruidos dentro del cuerpo, como si las cañerías estuvieran atascadas, roñosas, como si algo no terminara de fluir, empantanándose en un charco y en el siguiente.
Marc Bassets quiso durante aquella temporada, del verano de 2015 a las elecciones de 2016, tomarle el pulso a Estados Unidos para saber hasta qué punto Trump conectaba y con quiénes lo hacía. Leyó, viajó, preguntó.
Aquel bufón y provocador había encontrado la manera de conectar con el pueblo para explicar que él era la solución. Marc Bassets visitó a los perdedores, esas clases medias que la globalización había arrastrado a los márgenes, las del cinturón industrial del Medio Oeste, o las que se rendían al opio en la región minera de la cadena montañosa de los Apalaches. También estuvo en lugares donde las cosas iban mejor (Williston, en Dakota del Norte, o Elkhart, en Indiana).
El caso es que al final aquellas elecciones las ganó Trump; ahora está de nuevo ahí. En el avión de regreso a Europa, cuando terminó su trabajo en Estados Unidos, Marc Bassets apuntó unas cuantas reflexiones. Una decía: "O Trump no ha entendido nada, o lo ha entendido todo (y somos nosotros los que no hemos entendido nada)".
Parece que esa cuestión está de nuevo ahí y es como si aquella maldita fiebre pasajera repuntara. El desafío del Partido Demócrata (con o sin Kamala Harris al frente) es derrotar al virus. Lo malo es que es resistente y escurridizo.