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'Si desea que pase una buena noche, ¿por qué se va?'
En la suite nupcial el galán tomó por los hombros a su dulcinea y clavándole una mirada penetrante le preguntó, severo: "¿Soy el primer hombre con el que duermes?". "Ay, Ultimio -respondió ella-. Es nuestra noche de bodas ¿y estás pensando en dormir?". La señorita Himenia, célibe, decía tener 39 años. Y quizá era cierto, pues ya llevaba 10 diciéndolo. Invitó a merendar a don Antulfo, maduro caballero pero capaz aún, según se decía en el vecindario, de librar las dulces batallas de Eros. Le ofreció un piscolabis de piononos acompañados por una copita de rompope, y charlaron los dos amenamente sobre temas que a ambos les eran familiares, como las películas de Valentino y Pola Negri, la guerra de Crimea y el vuelo trasatlántico de Lindbergh. Oscurecía ya cuando el visitante se levantó de la mesa y le dijo a la señorita Himenia al tiempo que tomaba sus guantes, su sombrero y su bastón: "Me voy, querida amiga, pues es llegada la hora del crepúsculo, y el véspero anuncia ya el final del día. Gracias por su amable invitación. Deseo que pase usted muy buena noche". Replicó la señorita Himenia: "Si desea que pase yo una buena noche, ¿entonces por qué se va?". Olvido a veces la fecha de mi nacimiento, pero jamás se va de mi memoria el día en que la amada eterna y yo nos hicimos promesa formal de matrimonio. Fue el 27 de noviembre de 1962. Una semana antes la había conocido por azar, y siete días después de que el Misterio hizo que nuestros caminos se cruzaran le ofrecí mi vida, y ella me concedió la gracia de aceptarla.
Algo bueno debo haber hecho para merecer ese precioso don. Pertenecía ella a un grupo juvenil católico, y algunos de los que en él estaban me dicen todavía: "A ti te odiábamos. Te llevaste a la muchacha más bonita del Círculo". Desde aquella fecha venturosa cada día 27 de mes le hacía un regalo a mi novia. Nada de joyas, desde luego. A ella no le gustaban, y yo, modesto reportero de periódico, no tenía con qué comprarlas. Tampoco perfumes caros.
Eran obsequios sencillos, como nosotros: una pequeña muñeca en la forma de Juliette Gréco, cantante existencialista entonces muy de moda; una sevillana, que así se llamaba un chal para ir a misa; alguna novela de Hugo Wast. Regalo particularmente bello fue una cajita de Olinalá.
Decorada con motivos de flores -así se dice: "motivos"-, al ser abierta despedía un aroma sutil de azahar. La guardó siempre, y está todavía, intocada, sobre su tocador.
Es una pena que la florida y aromosa cajita de Olinalá que le regalé a la amada me traiga ahora pensamientos de violencia, cuando antes guardaba para mí solamente recuerdos de amor. FIN.