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Política energética o el bigote de Pedro Armendáriz
En el caso del bigote el riesgo que entraña no pasa de hacer el ridículo, equivocarse en materia de energía, en cambio, puede arruinar al país
Con el nacionalismo energético pasa lo mismo que con la práctica de dejarse crecer el bigote a lo Pedro Armendáriz. Puede ser tomado como un anacronismo, un gesto trasnochado o, desde otra perspectiva, una práctica precursora acorde a los nuevos tiempos. El tema no es menor. Aunque en el caso del bigote el riesgo que entraña no pasa de hacer el ridículo, equivocarse en materia de energía, en cambio, puede arruinar al país.
En lo que parece una recuperación de ideas que se encontraban en boga hace 40 años, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha intentado modificar el paradigma al que México apostó en política energética. A primera vista parecería absurdo renunciar al espíritu de la globalización que desbancó los nacionalismos y proteccionismos y abrazó las bondades del mercado mundial y las virtudes de la empresa privada. En plata pura significó comprar allá donde resultara más barato y dedicarse a producir aquello en lo que ofrecíamos ventajas comparativas, apoyándonos en la inversión privada nacional y extranjera. Una fórmula que generó bonanza en muchos países, sectores sociales y regiones en todo el mundo y a nosotros nos especializó en auto partes, maquilas y productos de agroexportación (en aras del espacio estoy simplificando, pero no mucho).
Al principio el ímpetu de la globalización barrió con cualquier tipo de objeción, pero al paso de las décadas generó menos entusiasmo una vez que amainó el impulso y comenzaron a aparecer más nítidamente fisuras y daños colaterales. Por un lado, amplios sectores tradicionales dejados atrás por la globalización: la inconformidad de los grupos agraviados se encuentra detrás de fenómenos políticos como el de Donald Trump o el Brexit y, en gran medida aunque de signo contrario, de la ola de gobiernos populares que se extiende por América Latina.
Por otro lado, la crisis de la pandemia y las consecuencias de la guerra en Ucrania, provocaron desabastos de vacunas, combustibles y alimentos que pusieron en jaque las presuntas virtudes de la globalización. A la hora de la emergencia las potencias se protegieron a sí mismas, y la cacareada interdependencia quedó desnudada como una cruda e infame dependencia.
En este momento, y al margen del sello ideológico de cada país, los gobiernos de Europa revisan desesperadamente estrategias para buscar formas de disminuir su dependencia energética y alimentaria, y para ello ensayan nuevos intervencionismos de Estado en la actividad productiva. En otras palabras, el "trasnochado" nacionalismo ha regresado con carácter de emergencia tras un duro baño de realidad. Carecer de agua embotellada procedente de Suiza o quesos sofisticados es un incordio banal, pero padecer una hambruna por falta de cereales o una parálisis por ausencia de combustibles, es un asunto de Estado.
López Obrador se ha propuesto que México sea autosuficiente en combustibles refinados, en alimentos básicos y en fertilizantes. Y podría no estar errado incluso si no consigue cabalmente sus metas pero se acerca a ellas. Es cierto, como acusan sus críticos, que no tiene sentido producir gasolina, maíz o fertilizante más caro que el precio al que se venden en el mercado mundial, pero ahora resulta que no hay cereal más caro que el que no existe, ni gasolinas mas inconveniente que la que se compra a precios prohibitivos porque Rusia decidió cerrar la llave.
En México los gobiernos anteriores desmantelaron la capacidad productiva en estas áreas, en razón del paradigma anterior. Volver a echar a andar los activos físicos y las cadenas de suministros es una tarea brutal. Y para ello la 4T está intentando dinamizar el papel del Estado entre el crujir de dientes de muchos actores económicos que, por razones legítimas e ilegítimas, se beneficiaron del modelo anterior.
Podemos estar en desacuerdo con modos y formas de la 4T, pero habría que cuidar que la pasión política no distorsione el juicio y nos lleve a echar a la pira aquello que nos beneficia. Que se recurra a ideas en boga de hace 40 años no significa que el gobierno intente regresar a la situación previa a 1980; venderlo así es hacer caricatura política. La globalización llegó para quedarse; AMLO no solo ha sido un impulsor del Tratado de Libre comercio con Estados Unidos, además quiere ampliarlo a otras regiones; también ha pugnado por una estrategia para sustituir a China como proveedor del mercado norteamericano. Es decir, interdependencia y no proteccionismo a ultranza. Su propuesta de un reparto de la producción de energía eléctrica (54% para el estado y 46% para la iniciativa privada), tiene el propósito de estar en condiciones de establecer prioridades para asegurar niveles de auto abastos estratégicos y criterios de beneficio social, no de monopolizar o arrasar con la actividad, contra todo lo que se ha dicho.
Su estrategia tampoco representa un regreso a los combustibles fósiles per se. Es un argumento muy útil para descalificar la nueva política pero falta a la verdad. El gobierno no ha sido el mejor pregonero de las energías limpias, pero es un error más de forma que de fondo. Allí está la prohibición al uso del fracking en la extracción de petroleo, el reciente descenso en el uso de combustóleo y del carbón, o el aumento en la proporción de energías limpias en el total, al pasar de 22 a 29% en lo que va del sexenio.
Esto no significa que todas las acciones del gobierno en esta materia deban ser aplaudidas. En muchos sentidos la exploración de un nuevo equilibrio entre realidades globalizantes, que nos convienen, y matices proteccionistas a las que estamos obligados, es un terreno inédito. Implica reimaginar la ambigua línea divisoria entre mercado exterior e interior, entre público y privado, entre energías fósiles que tenemos y necesitamos y energías limpias que requeriremos. Cada país, de una manera u otra está inmerso en la exploración de los equilibrios en esta triada de tensiones.
La prensa adversa al gobierno ha festinado la "llamada de atención" que, bajo el amparo de los compromisos del TLC, están haciendo las autoridades estadounidenses a la política energética de López Obrador. Nada de que asustarse. En la ambigua zona de esta nuevo orden, los dos países intentan redefinir las mojoneras a su favor. Las empresas norteamericanas temen perder ventajas bajo una nueva legislación, y en consecuencia su gobierno pide al nuestro una aclaración. El nuestro explicará sus motivos y en algún momento conciliarán o encontrarán medidas compensatorias.
En suma, podemos diferir en los matices, pero lo que está haciendo AMLO no solo no es disparatado, sino que se encuentra en sintonía, y en cierta forma se anticipó, al esfuerzo que hoy realizan los gobiernos del mundo. Habría materia para criticar decisiones y matices, pero en el tema de fondo podría tener razón.
@Jorgezepedap