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Militarización: razones y sinrazones de López Obrador
La decisión de colocar a la Guardia Nacional bajo el control de la Secretaría de la Defensa ha desatado una intensa polémica
La iniciativa del presidente Andrés Manuel López Obrador de colocar a la Guardia Nacional bajo control de la Secretaría de la Defensa y en esa medida entregar la seguridad pública a los militares, ha desatado una intensa polémica. Para efectos de claridad, convendría desdoblar esta polémica en tres: primero, la forma, al utilizar un recurso jurídico debatible en sí mismo; segundo, el fondo, por las muchas implicaciones que supone militarizar a la policía; y tercero, las consideraciones éticas de un cambio de posición con respecto a lo que el presidente había sostenido como candidato.
Uno, la forma de hacerlo, o la judicialización de la política. Imposibilitado de cambiar la Constitución, el presidente está utilizando vías jurídicas alternas para ganar tiempo o imponer en los hechos sus posiciones, sea el cambio de política energética, la construcción del tren maya o, ahora, la mudanza de la Guardia Nacional a la Sedena. En su lógica, López Obrador entiende que sus adversarios han utilizado los resquicios de la ley para detener sus obras, recurriendo a amparos disfrazados de argumentaciones ambientales o derechos de terceros. El presidente asume que si ellos hacen un uso faccioso de leyes y tribunales para detener los cambios, él está moralmente habilitado para recurrir a vías legales paralelas con tal de hacerlos posible. En estricto sentido, al emitir decretos y leyes secundarias está haciendo uso de sus atribuciones y afirma que, si en su momento, la Suprema Corte encuentra que son anticonstitucionales, él acatará la ley. Y si bien cabría preguntarse si es ético poner en marcha algo que explícitamente es contrario a la Constitución (como es el tema de la Guardia Nacional), AMLO responderá que hay un mandato superior, el bien del pueblo, al que apuntan sus obras y acciones. Razón o sinrazón, como usted lo mire.
Dos, el fondo, la militarización de la fuerza pública. Contar con 400.000 elementos, entre Ejército y Marina, cuya responsabilidad primaria es defendernos de invasiones extranjeras que nunca van a llegar o levantamientos armados improbables, lleva a plantear la posibilidad de utilizar estos recursos frente al mayor problema que hoy en día enfrenta el país. Y, por lo demás, habría que dejarnos de hipocresías y asumir que justamente es lo que han hecho los tres últimos presidentes sin reconocerlo abiertamente. Tenemos 20 años hablando de que el saneamiento de las policías es la única manera civilizada de combatir a la delincuencia, pero tenemos veinte años fracasando en esa tarea. Los que habitan en las zonas más bravas y sufren extorsiones, secuestros y desaparición de familiares, están en su derecho de pedir ya la intervención del Estado. Enviar una patrulla o tres, así sean elementos honestos y bien capacitados, a enfrentar un convoy de 50 sicarios es suicida. La capacidad de fuego de los ejércitos paralelos supera desde hace rato al de las policías, sean federales o locales, salvo en la Ciudad de México.
Si ha llegado el momento de ser realistas e intentar normar y racionalizar lo que de manera arbitraria se ha venido haciendo, la intención del presidente no es descabellada. Pero entraña tantos riesgos que lleva a preguntarse si lo que propone es la mejor solución. La Guardia Nacional, que cuenta cinco veces más elementos que las policías judiciales federales de antes, parecía una idea interesante, en teoría lo mejor de dos mundos: es decir, disciplina castrense y verticalidad de los militares, algo que nunca han tenido las policías judiciales y, al mismo tiempo, subordinación a tribunales civiles, transparencia y normas de derechos humanos a las que los militares suelen no sujetarse, en México o en el mundo. Pero ahora el presidente da una vuelta más a la tuerca y rompe ese pretendido equilibrio entre disciplina militar y responsabilidad civil, al intentar colocar a la Guardia Nacional bajo control de la Sedena.
Recurrir a las fuerzas armadas para atender el problema de la inseguridad, y hacerlo de manera legal y con una normatividad clara, puede ser entendido de dos maneras: una, revestir de "civilidad" a los militares; la otra sería en sentido inverso, militarizar a las fuerzas civiles. Esta última es la que ha escogido el presidente, y los riesgos están a la vista.
Este miércoles se le preguntó, ¿cómo sería juzgado un militar que comete torturas, como soldado o como policía? Respondió desplegando los tuits de los comunicadores que lo critican, es decir, evadió la pregunta. Y, por lo demás, la argucia que está utilizando AMLO para forzar este cambio abre preguntas aún más incómodas: ¿puede ampararse un delincuente ante la acción de militares que actúan como policías, al ser una función que, por el momento, prohíbe la Constitución? ¿Qué harán los jueces? ¿cómo evitar que la intervención sobre el Ministerio Público no derive en agendas que tengan que ver más con espionaje de ciudadanos con fines políticos en nombre de la estabilidad social? Y eso por no hablar del riesgo de protagonismo político de generales con tanto poder.
Tres, cambiar de opinión. López Obrador actúa como si nunca hubiera sostenido todo lo contrario a la militarización que hoy propone. En las redes circulan categóricos videos que no pueden ignorarse. El típico caso de un candidato que como funcionario hace lo opuesto a lo prometido. Me parece que sería más honesto abordarlo abiertamente. No es absurdo cambiar de opinión cuando existen razones legítimas. El presidente bien podría hacer un llamado a la nación para dar cuenta de la necesidad de encontrar una solución al hecho incontrovertible de que necesitamos otorgar otro papel a las fuerzas armadas, de cara al enorme desafío del crimen organizado. Puedo entender que lo esté intentando a su manera, y podemos dar por sentado que hay presión de los generales para resolver la incómoda situación en la que se encuentran, al obligarlos a hacer, durante lustros, una tarea sin el marco jurídico que la autoriza. Pero recurrir a una vía legal por la puerta trasera y argumentos incompletos sobre el origen humilde de los militares, su probidad y la aprobación como institución de la que gozan, no sustituye la discusión abierta que la sociedad mexicana tendría que hacer sobre este complejo tema.
Dar poder a los militares tiene consecuencias e implica riesgos; pero también los tiene no utilizarlos, o subutilizarlos cuando podrían ser el único recurso con que cuenta la sociedad frente a un problema que la rebasa. Quizá tenga razón AMLO y habría que atrevernos a pensar diferente, pero lo que está en juego debería conducir a pensarlo entre todos y no solo desde Palacio. @jorgezepedap