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Los libros
Los ojos privados de un autor y un lector se juntan en un espacio público para compartir la vida
Primero fue mi padre, leyendo con voz sentida Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Tuve que salir al mundo para corresponder, porque el mundo se había metido dentro de mí por culpa de un pirata que cantaba su rebeldía con diez cañones por borda, un caballero desilusionado que volvía a descubrir el amor en un tren expreso y una mujer traicionada que conseguía verdad, justicia y reparación gracias al juramento de un dios crucificado. Después empecé a pasear por la biblioteca de la casa, un lugar sagrado, el salón de las visitas, en el que los niños no debíamos entrar por nuestra cuenta. Como éramos traviesos, ninguna niña, seis varones, enemigos señalados de las sillas, las mesas y las lámparas, había que cerrar una habitación para poder recibir con decencia a las visitas. Algunas visitas llamadas Federico García Lorca, Benito Pérez Galdós o Santa Teresa de Jesús, encuadernadas en piel e impresas en papel biblia por la editorial Aguilar, cambiaron para siempre mi destino.
El libro y la biblioteca. Nunca he encontrado una metáfora más sólida del contrato social que la lectura. Los ojos privados de un autor y un lector se juntan en un espacio público para compartir la vida. Al colocar el libro en el bien común de una biblioteca, comprendemos que esa vida forma parte de una tradición heredada, una historia que es también futuro porque cuando acudimos a ella se pone siempre por delante de nuestros ojos.
Como procuro no mentir, nunca digo que ser lectores nos haga unas buenas personas. Un profesor de literatura sabe mejor que nadie que hubo magníficos lectores muy diestros en el arte de cortar cabezas, quemar libros o justificar cámaras de gas y bombardeos atómicos. Lo que digo es que un lector sí es responsable de su bondad o su maldad. Los libros nos hacen dueños de nuestra conciencia. Luego, allá cada cual.