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López Obrador, un optimista con otros datos
El Gobierno obradorista está en la cuenta regresiva de una carrera contra el tiempo para demostrar que los méritos del sexenio van mucho más allá de las buenas intenciones y de la lucha por las causas justas
Que el presidente Andrés Manuel López Obrador es un hombre idealista no hay duda. Pero a mitad de su Gobierno hace esfuerzos denodados para pasar a la historia también como un realizador. Una rápida revisión a sus logros y expectativas en lo que resta del sexenio muestra que se trata de una batalla incierta. En ese sentido, su Gobierno está en la cuenta regresiva de una carrera contra el tiempo para demostrar que los méritos del sexenio van mucho más allá de las buenas intenciones y de la lucha por las causas justas. Es decir, que su optimismo no se debe a los propios datos, que los demás no comparten.
Primero, repasemos lo que ya no fue. Es decir, los concretos que no podrá sumar a sus trofeos. De entrada, el tema de la inseguridad pública. Pese al ambicioso proyecto de la Guardia Nacional, el despliegue de cuarteles en el territorio y la preponderancia del Ejército, la violencia no se redujo, aunque tampoco siguió creciendo. Más allá de la estadística, es evidente la expansión de los cárteles en nuevas actividades delictivas, en otros sectores de la economía y de la política. En resumen, no funcionó el llamado a los "abrazos no balazos", que los narcos entendieron como un vacío de poder que les permitió expandirse.
Tampoco lo será la economía. En su toma de posesión López Obrador habló de un objetivo de crecimiento de entre 5 y 6% anual en el PIB, confiando en que la dispersión de recursos entre los sectores populares ampliaría el mercado interno y reactivaría la economía nacional. Resulta obvio que la pandemia y sus secuelas frustraron cualquier posibilidad de poner a prueba esa hipótesis. Después del descalabro de 2020 y la lenta recuperación que hoy se observa, el sexenio difícilmente terminará cerca del 2% anual promedio que ostentan los gobiernos priistas y panistas anteriores.
La salud pública es otro renglón en el que el Gobierno de la Cuarta Transformación tenía enormes expectativas; nada más y nada menos que instaurar un sistema de salud gratuito y universal, comparable al de Dinamarca, en palabras del presidente. Como en el caso de la economía, la pandemia arruinó cualquier posibilidad de que tales intenciones tuvieran alguna oportunidad de cumplirse. Pero incluso antes de la covid, podía advertirse que se trataba de un objetivo complicado. El encomiable intento de terminar con los monopolios y las malas prácticas en la distribución de las medicinas produjo un desabasto de lamentables consecuencias que nunca fue previsto. Posteriormente, el sistema de salud en su conjunto debió ser desatendido por la pandemia, como sucedió en el resto del mundo, lo cual terminó por minar cualquier posibilidad de un mejoramiento sustancial del sector.
Si la economía, la salud y la inseguridad pública, que aparecen invariablemente como los temas que más preocupan a los ciudadanos, no registran avances sustanciales durante el Gobierno de la Cuarta Transformación, habría que preguntarse en qué consistirían entonces los logros del Gobierno obradorista, que los hay. Residirían esencialmente en algunos aciertos tangibles y otros más intangibles. Entre los primeros, el mejoramiento de las prácticas recaudatorias del aparato fiscal, uno de los peores entre las economías importantes del mundo. Pero quizá resulta aun más destacable el esfuerzo del Gobierno por mejorar el poder adquisitivo de los sectores populares. Y si bien, como se ha dicho, la pandemia barrió con muchos de los efectos sociales y económicos de las políticas públicas, se han conseguido impactos irreversibles en materia de salarios mínimos y subsidios garantizados por la Constitución en beneficio de sectores desprotegidos. Interesantes resultan también los esfuerzos para mejorar el entramado legal de la vida sindical para buscar sacudirse el control de las cúpulas, aunque en la práctica se ha conseguido a medias. No son los únicos avances concretos que representan beneficios puntuales y sensibles, aunque quizá sean los más destacados.
Pero sin duda lo más trascendente del Gobierno lopezobradorista tendría que ver con la intención de imprimir un cambio sustancial en la conducción del país por parte de la clase política y las élites. Destaca, sin duda, la exigencia para atender la desigualdad social y regional, un problema que podría atentar contra el tejido de la sociedad mexicana. De igual forma el combate a la corrupción y al gasto suntuario en la administración pública, que habían adquirido niveles escandalosos, incluso para los parámetros nacionales. Quizá los logros específicos no sean necesariamente para presumir en todos estos ámbitos, lo cual podría ser atribuible a diversos factores incluyendo las propias insuficiencias del movimiento morenista, pero ciertamente el Gobierno de la 4T ha tenido el mérito de cambiar la narrativa de usos y costumbres de los actores políticos con respecto al patrimonio público. Modificar símbolos y valores es un primer paso, aunque para efectos prácticos queden inventariados dentro de los intangibles.
Bajo cualquier criterio es evidente que los resultados de la Cuarta Transformación son más modestos que sus propias expectativas y López Obrador está consciente de ello, pese al optimismo que exhibe en sus conferencias mañaneras. Sabe que ha tocado pared en materia de seguridad pública, economía y salud. Pero aún mantiene la esperanza de que los ambiciosos proyectos de obra pública en el sureste constituyan un detonante clave para que su Gobierno sea considerado bajo una lupa favorable en el terreno de los logros concretos. Quizá de allí las prisas. Por un lado, está el aeropuerto de Santa Lucía, aunque en este caso se trata de un proyecto que simplemente sirvió para responder a las duras críticas que recibió al suspender la obra que se había iniciado en Texcoco. En cambio, la refinería Dos Bocas, el proyecto Transístmico y el Tren Maya representan la gran esperanza de impulsar profundos cambios.
De los tres, el objetivo de comunicar al Golfo con el Pacífico es quizá el más importante, pero difícilmente se verán resultados en varios años por la complejidad y diversidad de las obras implicadas. La refinería quedará terminada, pero no se ve como haga una diferencia sustancial en la compleja situación de Pemex. De allí que la niña de los ojos del presidente sea el Tren Maya y, por consiguiente, la impaciencia y en ocasiones acciones desesperadas de López Obrador para despejar los muchos obstáculos jurídicos, ecológicos, sociales y económicos. Decretos polémicos para eximir al tren de normas jurídicas, presupuestales o ecológicas; cambios incesantes de los responsables a cargo de las obras; intervención cada vez mayor del ejército para subsanar todo obstáculo. El Tren Maya se ha convertido en un mantra a ojos del presidente. En la prueba palpable de que su Gobierno será capaz de generar un proyecto que cambie el rostro de una región y la vida de sus habitantes. En suma, que fue un presidente realizador y no solo un idealista. Veremos.