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López Obrador no es Bukele, pero

Entre las muchas razones para explicar el giro del presidente Andrés Manuel López Obrador en favor de las Fuerzas Armadas, hay una que la derecha explota insistentemente en las redes sociales: se trata, afirman, de un paso para estar en condiciones de dar un golpe de Estado y alargar su mandato, si es que falla la vía legislativa para lograrlo. Un pensamiento embriagante para los críticos, siempre atentos a recoger todo aquello que sirva para satanizar al mandatario; sin embargo, se trata de una elucubración difícilmente sostenible desde la propia lógica obradorista.

Es verdad que no puede descartarse que al convertir al Ejército en compañero de viaje de su proyecto, el presidente consiguió una ventaja política adicional: eliminar el riesgo de que, a su vez, la derecha utilizara a los militares para sacarlo de Palacio si las cosas se ponían al rojo vivo. Atrayendo a los generales, López Obrador conjuraba automáticamente el riesgo de un Pinochetazo. A alguien que pierde el sueño con cada nota de Loret de Mola, quitar a los soldados del enlistado de las fuerzas del mal debió otorgarle un enorme sosiego.

López Obrador no es Bukele, pero

Pero asegurar que no se conviertan en un instrumento para dar un golpe de Estado en su contra no significa, en automático, que él quiera hacerlo. Más allá de que no hay un golpista en el alter ego republicano de López Obrador, alargar su mandato simplemente carece de sentido.

Primero y, sobre todo, porque el presidente tiene prácticamente asegurada la continuidad de su proyecto gracias a una intención de voto apabullante en favor de su partido. Puede haber muchas incertidumbres sobre el futuro del mundo en general y de México en particular, pero la sucesión presidencial no es una de ellas. El país será gobernado otros seis años por aquél a quien López Obrador entregue la estafeta de relevo. Violentar el proceso equivaldría, en realidad, a dar un golpe de Estado contra su propio partido y en detrimento de su inminente sucesor.

Por lo demás, tampoco está claro que, asumiendo sin conceder, las propias filas de Morena y del ejército mismo favorecieran un zarpazo de tal magnitud. Muchos miembros del obradorismo se negarían porque esperan con impaciencia el reparto de cartas que supondría una nueva administración. Después de todo, López Obrador está gobernando con un equipo vario pinto, procedente de todos lados, y de cierta manera no ha hecho justicia a la izquierda y a las tribus que ayudaron a edificar el movimiento. Y por lo demás, cuatro años en el poder han generado la emergencia de nuevos hombres y mujeres fuertes en el ámbito legislativo y en las 21 gubernaturas que antes no tenían y todos ellos cuentan las horas para poder operar con márgenes de libertad que no les permite el liderazgo vertical de López Obrador. Sería una solución in extremis que ni siquiera sus propios cuadros favorecerían.

Por lo que toca al Ejército mexicano, habría que decir que su respeto al orden institucional no es un atributo inventado. Tras 80 años de subordinación al entramado político jurídico, la lealtad de los militares a la Constitución realmente existe. Necesitarían mucho más que el apego a una persona para lanzarse a una aventura, sobre todo cuando hay un relevo terso a la vista y ningún riesgo de inestabilidad política para el país.

A estas alturas sería ocioso ponernos a considerar qué decisión tomaría López Obrador si se viera frente a una especie de Bolsonaro mexicano que estuviera a las puertas de un triunfo electoral a base de promesas de parar en seco las reformas sociales y la derrama a favor de los pobres que la 4T ha realizado. ¿Estaría tentado a interrumpir las formas republicanas para salvar el proceso de cambio por razones presumiblemente patrióticas? Creo que no, pero por fortuna nunca lo sabremos. La historia está plagada de "buenos hombres" que decidieron quedarse en el poder aduciendo la necesidad de salvar a la patria de males mayores. Solo los mejores han resistido esa tentación.

Por lo demás, hay otras razones que, a mi juicio, llevarían a López Obrador a cumplir su mandato y retirarse del Palacio en tiempo y forma, al margen de las circunstancias que se presenten. Estoy convencido de que el verdadero motor de su incombustible voluntad política es su deseo de ganarse un lugar destacado en el panteón de la historia, al lado de Juárez y Madero. Al presidente le urge ser expresidente y gozar en vida la satisfacción de haber cambiado el rumbo del país, al menos a sus ojos. No es casual que antes de llegar a la mitad de su sexenio comenzó a hablar del México que dejaría, a adelantar nombres de sucesores, a describir la vida que haría en su rancho en Palenque. Una nostalgia anticipada del Adriano en el que se convertiría habiendo cumplido su papel en la historia.

Y luego está el tema de su salud. El presidente tiene batería de litio, ciertamente, pero en un organismo un tanto maltrecho para su edad; "corrido en terracería" como él mismo dijo cuando parecía más broma que descripción, y ahora auto profecía cumplida. La estamina del poder y su sentido de responsabilidad le permiten un ritmo que personas más jóvenes y sanas tendrían dificultades en sostener. Pero hay un costo físico y una fatiga que se han ido acentuando a lo largo del sexenio. Ninguna enfermedad que ponga en riesgo la terminación de su mandato, salvo algún imponderable al que nadie está exento, pero suficiente para ver cuesta arriba la posibilidad de mantener ese paso otros seis años (ocho a partir de este momento).

Hace unos días vi un video de Nayib Bukele, cuando era candidato, en el que el ahora líder de El Salvador aseguraba que era inadmisible que un político llegara a la presidencia y luego utilizara el poder de la presidencia para quedarse en ella. Resultó una descripción puntual de su propia agenda. No es el caso de López Obrador. Estoy convencido de que imponer su auto reelección no entra en sus convicciones republicanas, pero sobre todo, porque "no ocupa". Y sea por una razón o por otra, eso es un pensamiento tranquilizante.