Lo más importante para la defensa de Europa no son las armas

Polonia pide a Washington el despliegue de armas nucleares en su territorio y activa un plan de instrucción militar para unos 100.000 varones al año. Alemania reforma su Constitución para elevar el gasto de defensa por encima de los límites que fijaba hasta ahora su propia disciplina fiscal. Los países bálticos y Polonia se salen de la Convención de Ottawa con idea de volver a desplegar minas antipersona en su frontera con Rusia. La reimplantación del servicio militar obligatorio cobra fuerza en varios miembros de la UE, en un movimiento generalizado de incrementos del gasto militar. ¿Es la militarización una tendencia ya imparable en el seno de la Unión? ¿Es este el camino correcto para dar a luz la Europa de la Defensa y la autonomía estratégica? ¿Será posible lograrlo en tan solo cinco años?
El Libro Blanco de la Defensa presentado el pasado día 19 por la Comisión Europea, en cuya elaboración han estado tan presentes los desaires de Donald Trump como las amenazas de Vladímir Putin, pretende dar una respuesta positiva a esos interrogantes. Sin embargo, lastrados por la insatisfacción que han generado todos los intentos de dotar a los Veintisiete de una voz y unos medios comunes para garantizar su bienestar y su seguridad desde el arranque de la Política Común de Seguridad y Defensa (2009) —con la Estrategia Global (2016), la Brújula Estratégica (2022) y la Estrategia Industrial de Defensa (2024) como hitos más recientes— la lectura de este Libro no hace más que aumentar las dudas.
En realidad, la única que cabe contestar inequívocamente de manera afirmativa es la primera cuestión planteada: el rearme es imparable. De hecho, eso ya viene sucediendo desde hace unos años y ahora la propia Comisión ha anunciado que espera para finales de abril los planes que los Estados miembros deben presentar, concretando cómo piensan impulsar la intensificación de su gasto en defensa, aprovechando las puertas que Bruselas ofrece para recibir fondos comunitarios y para saltarse los niveles de deuda y de déficit que establece la disciplina comunitaria. Seguramente no habrá que esperar más allá de la próxima cumbre de la OTAN (en La Haya, del 24 al 26 de junio próximos) para ver cómo se oficializa el objetivo de llegar al 3,5% del PIB en defensa (probablemente en el plazo de una década). Y en términos prácticos da igual si eso obedece a una imposición estadounidense o a una decisión interna de los Veintisiete ante su propia desnudez en un entorno de seguridad tan inquietante. Lo que cuenta es que para llegar hasta ahí habrá que asumir más deuda (aunque sea mutualizada a nivel europeo), o subir la carga fiscal o reducir el gasto público en otras partidas. Una disyuntiva en la que solo cabe elegir entre lo malo o lo peor.
En cuanto a lo acertado o no del camino a emprender, volvemos a vivir la clásica situación en la que se nos trata de convencer de que, en resumidas cuentas, no hay alternativa. Una narrativa que, en primer lugar, nos presenta como absolutamente indefensos y a merced de Rusia, pasando de largo sobre el hecho de que si la UE actuara en este terreno bajo una autoridad única sería la segunda potencia militar del planeta tanto por efectivos, como por capacidades y por presupuesto. Una falsa imagen, por tanto, que lleva a poner el énfasis en la necesidad de dotarnos de nuevas capacidades, cuando en realidad el principal reto es cómo crear una nueva arquitectura de seguridad. Por supuesto que, para ser autónomos, necesitamos cubrir las siete carencias que el Libro vuelve a identificar como críticas, aspirando a contar con medios creíbles en todos los niveles de la amenaza (aunque no se atreve a mencionar las armas nucleares), en una repetición de lo que ya contemplan desde hace años los sucesivos Planes de Desarrollo de Capacidades de la OTAN y de la UE. Pero la aspiración no puede limitarse a sumar más misiles o más submarinos, porque, más allá de que las exigencias de la seguridad no se agotan en la defensa militar, la clave fundamental es de orden político, activando la voluntad de los Veintisiete para aceptar que vivimos tiempos extraordinarios y que, por lo tanto, se impone la necesidad de revolucionar el modelo que nos ha traído hasta aquí.
Un modelo que reproduzca a escala comunitaria lo que es tan elemental a nivel nacional. Es decir, estructurar operativamente una autoridad política que pueda hablar y actuar en nombre de los Estados miembros en todos los ámbitos y, por añadidura, un proceso de toma de decisiones que supere las limitaciones derivadas del enfoque intergubernamental vigente. Se dirá que algo así no es realista en una UE fragmentada internamente, pero más irreal es pensar que caminando por el mismo sendero que venimos recorriendo hasta hoy será posible alcanzar esa autonomía estratégica en la que todos parecen estar de acuerdo y garantizar nuestra seguridad. Desgraciadamente, nada indica en el Libro Blanco que ese sea el camino elegido para satisfacer las demandas que plantea la situación actual.