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Las notarías, un botín político

En Jalisco, la ley exige que las notarías se otorguen a través de un examen de oposición relativamente bien regulado. ¿El truco? El proceso es de cartón

De las cuantiosas premisas que sustentaron el sismo en el Poder Judicial, ningunas tan musculosas como las que fueron irrefutables: el nepotismo y la ausencia de supervisión.

Las notarías, un botín político

Desde 2018, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad reveló un estudio en el que denunció que al menos 500 jueces y magistrados de todo el país empleaban en sus tribunales a sus esposas, hijos, papás, sobrinos, tíos, cuñados, suegras. Juzgados familiares: las redes clientelares alcanzaban a más de 7.000 servidores públicos en 31 circuitos.

La otra certeza la aportó Quinto Elemento Lab, que —tras analizar las sanciones impuestas por el Consejo de la Judicatura Federal— destapó el reino de los impunes: en los últimos 24 años no existió ni una sola sentencia irrevocable contra jueces por enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, defraudación fiscal, abuso de autoridad u hostigamiento. Las opciones eran dos: o el Consejo era cómplice o elegía la ceguera como coartada.

Esas verdades bastaron para dinamitar a un poder entero: con esas pruebas, el Poder Judicial se vistió de reo y fue condenado.

Mientras la sentencia se pronunciaba, los notarios —culpables de los mismos vicios: amiguismo y la cómoda sombra de la falta de fiscalización— enterraron la cabeza. Un desfile de avestruces con trajes a rayas esquivando la mirada de un verdugo que, hasta ahora, parece haberlos olvidado.

Hasta que llegó Enrique Alfaro —hijo y hermano de notarios— y, a pocos días de abandonar el cargo, convirtió aquel discreto refugio aviar en atracción: ¡señalética, pirotecnia, iluminación! Todo dispuesto para que cada habitante del estado contemple, sin esfuerzo, las aves que antes se ocultaban.

Alfaro, hasta esta semana gobernador de Jalisco, a pocos días de ceder la estafeta a Pablo Lemus, regaló —esa es la palabra— quince patentes notariales a sus aliados políticos. La publicación en el periódico oficial del Estado —ahora convenientemente desaparecida de los registros públicos— enumera a los nuevos depositarios de la fe pública: el hijo del exgobernador González Márquez, el hijo del ex Secretario General de Gobierno, el hermano del Secretario de Transporte, el hijo del expresidente de Colegio de Notarios. El mérito como legado: meticulosamente heredado.

La noticia no escandaliza, ni al mariachi ni al país. Aristóteles Sandoval obsequió notarias, Emilio González también lo hizo. Las notarías —vestigios de otra época que bien podrían ocupar un rincón en un polvoriento museo— siguen siendo el botín político por excelencia. Una buena y opulenta rebanada del pastel. Pregúntenle, si no, a Marko Cortés.

Lo nuevo —lo verdaderamente nuevo—, es la ilusión de rigor. En Jalisco, la ley exige que las notarías se otorguen a través de un examen de oposición relativamente bien regulado. ¿El truco? El proceso es de cartón. Una farsa cuidadosamente montada en la cual experimentados profesionales se rascan la cabeza intentando comprender cómo reprobaron, mientras el hijo del exgobernador presume una calificación perfecta. Un teatro de legitimación meritocrática.

Es esa solución reprobada —la entrega de notarías a los (supuestos) mejores a partir de la aprobación de (supuestos) exámenes de oposición— la propuesta más reciente de Olga Sánchez Cordero para reformar la profesión.

La iniciativa intenta redimir al desprestigiado gremio prometiendo exámenes de oposición transparentes, profesionales y por jurados integrados por gente capaz. Una reforma que, en teoría, sembraría el mérito donde hoy florecen los apellidos. ¿El problema? La propuesta es una réplica de la farsa que en Jalisco se ensaya.

La nueva iniciativa —aunque existe desde 2018— enfrenta, al menos, tres problemas adicionales.

El primer problema es que la reforma esquiva los problemas estructurales que carcomen al notariado. No plantea la recuperación, por parte del Estado, de ciertos actos de fe pública; tampoco devuelve a los notarios su esencia como funcionarios públicos, con la responsabilidad que ello implica. Y mucho menos establece un sistema de supervisión efectivo, dejando intacto el círculo cercano donde los notarios se vigilan entre sí. Entre pares. Entre compadres.

El segundo problema es haber eliminado la regulación de los denominados notarios auxiliares, una figura que prolifera en los estados sin control alguno. Estos auxiliares —designados libremente por el notario propietario tras cumplir ciertos años de servicio— adquieren las mismas facultades que el titular. Además de que, en ausencia del titular, asumen automáticamente el control de la notaría. Una línea de sucesión hereditaria disfrazada de práctica administrativa. Un genuino escándalo que la reforma decide ignorar.

Por último, se ha eliminado la obligación de los notarios de jubilarse a los ochenta años. Quien supere esa edad, con capacidades físicas y cognitivas posiblemente mermadas, podrá seguir dando fe de los actos privados que a todos nos competen. La reforma, en lugar de imponer un límite claro, delega en los estados la decisión de regular —o no— la edad de jubilación de sus propios escribanos.

La falta de una reforma integral al notariado nacional equivale a rendirnos: la aceptación cínica de que la justicia permanezca en privadas manos. Sin ella, los Aristóteles, Cortés, González y Alfaros continuarán repartiendo patentes. Depositando la verdad en manos de quien miente.