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La Suprema Corte: sin digno final
Si bien faltan más de nueve meses para que esta Corte deje de sesionar, lo que ocurrió el martes condena a las y los ministros no oficialistas a una captura anticipada por parte de verdugos políticos
La historia no será indulgente con Norma Piña, última presidenta del Po-
der Judicial mexicano, surgido a partir de 1994. La ministra portará el estigma de la impericia política en un momento histórico, y la sesión en donde la Corte validó la elección popular de juzgadores será prueba de ello.
Piña, hay que repetirlo, no es culpable de la temeraria reforma morenista que fue anunciada formalmente el 5 de febrero pasado, esa que hará que en junio las y los mexicanos acudan a las urnas a elegir más de 800 juezas, jueces, magistrados, magistradas y a integrantes de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y de un tribunal disciplinario.
Piña sí es responsable, en cambio, de no salir mucho antes a defen-
der la justicia que presidía, de su falta de timing para presentar una reforma alternativa, de sus nada imparciales reuniones con personajes partidistas, de sus chats embarazosos y de carecer de un dominio del pleno de ministras y ministros, así fuera para caer con dignidad.
El martes, la ministra Piña arrancó la sesión diciendo que ésta sería crucial, pero sus acciones no secundaron sus palabras. "No es exagerado afirmar que cualquiera que sea la decisión a la que arribemos será retomada por los libros de historia", fue el mensaje inicial de la presidenta de la Corte ese día.
Agregó que era consciente del "eco" que tendría cada una de las palabras que en el debate se pronunciaran. Y precisamente lo que no pudo sacarle a la sesión fueron discursos y mensajes que en el futuro sirvan para explorar cómo sucumbió un poder de la Unión.
No sorteó con habilidad la predecible actitud reventadora de la mi-
nistra Lenia Batres, no apreció los esfuerzos que hicieron ministros como Javier Láynez para explicar en público cambios o matices en su criterio, no maniobró para que no se malgastara tiempo en la intentona de la más nueva de las ministras, quien se afanó en querer lapidar al decano Luis María Aguilar, a quien acusaba, citándolo fuera de contexto, de
contradecirse. Como presidenta de la Corte, Piña estaba obligada no a llevar hacia un lado u otro la votación. Que se haya validado la reforma que desaparece al actual Poder Judicial no es un fracaso suyo per se. Lo que se le reclama es su falta de control y mando en lo que ocurría.
Si le sorprendió o no que el ministro Alberto Pérez Dayán rompiera el bloque de los ocho que podrían haber echado abajo la reforma del morenismo, es otra de sus fallas políticas. Mas lo descolocador es que ante ello trastabillara al cuestionar si con solo seis de once votos podían sacar adelante el "salomónico" proyecto del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá. Fue un momento lamentable.
¿Qué intentaba la ministra Piña al preguntar en público si con seis votos, propios de la próxima conformación de la Corte, esa cuya constitucionalidad precisamente estaba siendo discutida, podían devolver al Congreso la reforma que es corazón del Plan C?
Ojalá ella sepa si fue un arrebato de desesperación o, como dijo al micrófono con nula conciencia del momento que se vivía, producto del cansancio. ¿Por qué confesar agotamiento en un trance así, en una se-
sión que ni duraba tanto, pero en la que les iba el futuro?
Se decretó un receso y ni así mejoraron las cosas. La ministra fue reconvenida incluso por ministros no oficialistas de lo improcedente de pretender tumbar la reforma judicial con menos votos. Visto de otra forma: Piña no tenía el apoyo ni de seis ministros, pues otros dos de sus compañeros no afines al morenismo le reconvinieron que se requerían ocho votos.
Qué bueno hubiera sido para la nación que sin importar que no se fueran a reunir esos ocho votos, se invitara a todas y cada una de las ministras y ministros a pronunciarse sobre el fondo de lo que proponía González Alcántara.
Reunir en esa sesión, que ya pintaba para ser de clausura, los argumentos de por qué sí es procedente que, además de asuntos formales de proceso legislativo, el máximo tribunal puede y debe revisar las reformas del Congreso a la Carta Magna.
Ello hubiera obligado, de paso, a que Pérez Dayán, el voto que en los hechos validó la reforma judicial sin entrar al fondo de la discusión, se esforzara en su argumentación y contrastar esa postura con la de las y los otros ministros.
Ni eso tendrá la opinión pública, que ahora espera otro tipo de evidencia para concluir si se está ante la decisión de un juzgador que prefirió salvar el pellejo por conveniencia personal, si es un converso de última hora al oficialismo, o si realmente cree no tener atributos para revisar reformas constitucionales.
Perdida la batalla, Norma Piña falló otra vez: al clausurar tan histórico día no pudo ni sentenciar unas palabras, un mensaje de altura, un adiós con solemnidad.
De principio a fin la sesión se le fue de las manos. Triste final de una gestión, gris colofón de una carrera que en su momento le fue reconocida. Porque si bien faltan más de nueve meses para que esta Corte deje de sesionar, lo que ocurrió el martes condena a las y los ministros no oficialistas a una captura anticipada por parte de verdugos políticos que serán auxiliados por tres ministras cómplices.
La Suprema Corte será engullida por las ansias electorales de Lenia Batres, Loretta Ortiz y Yasmín Esquivel, y por la falta de capacidad de su presidenta, que lejos de cerrar la sesión con unos términos que definieran el incierto umbral que como nación estamos cruzando, no pudo ni hacer que el pleno esperara a que ella diera el martillazo que con su seco sonido marcaría el fin no solo de la sesión, sino de toda una época judicial.
Y a partir de ahí, todo es cuesta abajo para ella y sus compañeras y compañeros que no irán a las urnas. No por nada de nueva cuenta se han activado los llamados de ministras pidiendo a Norma Piña hacerse un lado de la presidencia de la Corte.
No es culpa de Norma Piña la reforma judicial. Nadie le endose tamaña carga. Mas su defensa de un poder de la Unión sí será juzgada con harta severidad. Máxime porque tras la sesión la presidenta de la República reveló que sí temían un revés de la SCJN.
Contra todo lo que dijo en las semanas previas a la histórica sesión, cuando Claudia Sheinbaum desestimaba la capacidad, legalidad y legitimidad de una jueza, u ocho ministros, para echar abajo la reforma judicial, la mandataria calculó que si perdía, tendría que acatar.
Tan es así, que en el supuesto de que los ocho ministros le hubieran dicho a la presidenta que no aceptaban el voto popular para los niveles de jueces y magistrados, ésta enviaría una nueva reforma a fin de poder sustituir a la vieja usanza la vacante de Luis María Aguilar, que sale al fin de este mes, y con ese nuevo voto de su lado, volver a procesar la ori-
ginal reforma judicial.
La maniobra no estaba exenta de un castigo. Sheinbaum haría que esa nueva reforma quitara los haberes de retiro de quienes habrían osado a decirle que no. Quizá Pérez Dayán sabía eso y cuidó su cartera antes que la nación.
Pero ya es entrar en el terreno de la especulación frente algo muy real: la Suprema Corte no pudo ni morir con un digno final.