Columnas > VANESSA ROMERO ROCHA
La reforma judicial, como mandato popular
La obtención de la mayoría calificada en el Congreso por parte del oficialismo significará que, al menos durante un mes, López Obrador contará con el número suficiente de legisladores para aprobar sus reformas sin desplazar una sola tilde
La obtención de la mayoría calificada en el Congreso por la alianza oficial, el famoso Plan C, para alterar sin estorbo la Constitución, es tan inesperada como lógica. A un partido que —con sombras y luces— ha cumplido a sus votantes, se le han otorgado las órdenes y las herramientas, el manual y la pala. Capacidad de reforma.
El incuestionable mandato popular recibido ayer por Morena es tanto personal como programático: el pueblo alzó en hombros a Claudia Sheinbaum al tiempo en que abrazó su proyecto de nación. El electorado votó —con monumental contundencia— no solo por el programa, sino también por su ejecutora. El mandato es regalo y directriz.
Aquel proyecto de nación se sustenta, entre muchas otras cosas, en las reformas constitucionales presentadas por López Obrador el pasado 5 de febrero, así como en las promesas del llamado "segundo piso de la Transformación", los 100 compromisos anunciados por Sheinbaum durante su campaña. El plebiscito sobre la continuidad democrática no es un cheque en blanco, es una demanda de construcción del nuevo nivel.
Las reformas propuestas por el —ya histórico— líder de Macuspana son audaces. Entre las más polémicas se encuentran aquellas que afectan los cimientos del sistema político mexicano. La primera es la reforma judicial, que sugiere la elección popular indirecta de ministros de la Corte y otros jueces, así como la reestructuración del Consejo de la Judicatura Federal. La segunda es la reforma electoral, que implica cambios en la representación de minorías en el Congreso, la reducción de tribunales, consejeros y funcionarios locales, y la sustitución del INE por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas. La tercera reforma propone adscribir la Guardia Nacional a la Sedena. La última devolvería atribuciones de algunos órganos autónomos y reguladores a las dependencias que originalmente las cumplían.
Un detalle nada menor: la obtención de la mayoría calificada en el Congreso por parte del oficialismo significará que —al menos durante un mes, del 1 al 30 de septiembre— Obrador contará con el número suficiente de legisladores para aprobar sus reformas sin desplazar una sola tilde. Es sabido que la dialéctica legislativa se suspende dentro del movimiento cuando quien toma la palabra es su fundador.
La pregunta inevitable se cierne como sombra: ¿lo hará? ¿Ejercerá el derecho que aún le pertenece como jefe del Ejecutivo federal? O, como insisten sus críticos, ¿debería emular a sus predecesores y abdicar de su autoridad en los meses finales de su mandato?
El presidente ha contestado. En su conferencia matutina, tras la aplastante (esa es la palabra) victoria electoral del domingo, anunció que, junto con la futura titular, buscarán dar luz verde a la reforma más trascendental para el final de su mandato: la judicial. Posiblemente la más controvertida, pero también la más aclamada por sus electores y que más ovaciones recibía en los mítines de Sheinbaum.
Son varias las razones que justifican la urgente acometida. En primer lugar, está la vívida memoria del mandatario sobre el uso faccioso de las facultades por parte de jueces y ministros, y la corrupción que permea sus filas. En segundo lugar, la alta desaprobación del electorado hacia un poder que no los ve, no los representa, no los protege. Por último, está la desatinada revolución emprendida por Norma Piña contra el po-
pular proyecto obradorista y sus principales fichas. La ministra presidenta ha avivado torpemente las llamas del conflicto. Hoy, la hoguera arde con fuerza, a pesar de los intentos de sofocarla con una incipiente carta de felicitación para la presidenta electa.
El presidente gastará su última bala y la inmensa legitimidad que lo cobija para derribar al último gran coloso. Sabe que desencadenará marchas, recursos judiciales, gritos y sombrerazos. Sus defensores ocupan los más importantes medios y sus miembros rebosan de poder. Desde que la reforma asomó por primera vez la nariz a la vida, no ha cesado de recibir ataques y mala prensa.
Para ser claros, el propósito de la reforma es doble: afinar el procedimiento de designación de ministros, que hoy permite al Ejecutivo federal nombrarlos de manera unilateral y renovar completamente a los ministros y a los 1633 magistrados de circuito y jueces de distrito del Poder Judicial mediante una elección extraordinaria programada para el 2025.
La mano de Sheinbaum en la inminente reforma debería ser un manto de calma. La próxima presidenta es una mujer de datos y métricas precisas, que ha subrayado la importancia de atraer capitales para el desarrollo regional y fomentar una economía que procure la prosperidad compartida. Es razonable pensar que su injerencia en la reforma la cuidará de no ser un fantasma que espante la inversión.
Además, y esto es solo un deseo, podría aprovechar el control casi total de su partido sobre el país para implementar modelos nacionales para fiscalías, jueces y defensorías públicas, y establecer una unidad de medidas cautelares que permita superar la odiosa prisión preventiva oficiosa mediante la implementación de correctas medidas cautelares justificadas.
Sospecho que el resto de las iniciativas —por tiempo y prudencia— esperarán. La implementación de reformas durante la gestión de Sheinbaum Pardo responderá a sus propuestas presentadas durante su arranque de campaña. En ellas se incluyen alcances, métricas y objetivos sumamente precisos.
Intuyo que Andrés Manuel, durante el último mes de su desarrollista gestión, procurará ser respetuoso con la gestión entrante. Como ha mencionado, se dedicará a entregar obras y terminar con los acuerdos requeridos para el funcionamiento del IMSS Bienestar. Las pistas indican que no desea heredar líos innecesarios a su sucesora. Con López Obrador, sin embargo, las pistas nunca han sido bastantes.