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La dañina narrativa de la falta de valores

La idea de que la carencia de valores es la raíz de la corrupción endémica favorece en realidad a quienes se benefician de ella. Cuando surge el descontento popular, la élite de la pirámide clientelista desvía oportunamente la crítica hacia los funcionarios «sin principios», ocultando el hecho de que estos son títeres manejados con los hilos de la dependencia.

La moralidad se centra en la búsqueda de fines justos, pero es importante diferenciar entre adherirse a un principio o norma y comportarse moralmente. Figuras como Mahatma Gandhi ganaron notoriedad al desafiar abiertamente normas y principios que violaban sus derechos. Es decir, algunos utilizan el sistema establecido para lograr metas injustas, mientras que otros lo vulneran para defenderse de la injusticia institucionalizada. Un ejemplo cotidiano de esta discrepancia sería el de un solicitante de un permiso que, en un sistema injusto, se ve obligado a pagar sobornos para restaurar su derecho legítimo. Aunque esto implica violar normas y principios, no necesariamente refleja inmoralidad, más bien busca garantizar un derecho básico.

La dañina narrativa de la falta de valores

El sistema hiperpresidencialista (donde el presidente controla la carrera o los recursos de casi todos los servidores públicos) ha generado una excesiva dependencia política y un entorno politizado y arbitrario. En este contexto, los individuos a menudo se ven obligados a defender sus derechos, a veces incumpliendo ciertas normas o principios, pero desde su propia perspectiva, no como un acto de inmoralidad, sino como una necesidad.

Por ejemplo, debido al poder excesivo que ostenta el mandatario dentro del Gobierno y la arbitrariedad que esto conlleva, la élite utiliza el clientelismo para proteger sus negocios; los políticos argumentan que interceden para defender a sus partidarios y aliados frente a grupos que los perjudicarían; los funcionarios avanzan los intereses de los políticos para preservar sus empleos o el bienestar de sus familiares; y muchos ciudadanos se unen a partidos clientelistas para abrir opciones y mitigar el impacto de la injusticia generalizada. Cada individuo, desde su situación particular, percibe su comportamiento como necesario y justificable, pero juzga las acciones de otros como inmorales.

Es contradictorio catalogar a Gandhi de inmoral por desobedecer pacíficamente la ley como única forma de proteger su derecho básico (poseer sal no vendida por los británicos) en un sistema profundamente injusto. Para facilitar que la persona común (que es buena, pero vulnerable) actúe correctamente, es esencial construir un sistema en el que adherirse a las normas y principios no implique la pérdida de derechos personales ni suponga posibles represalias. Es por ello que se debe adoptar una organización gubernamental que minimice las dependencias internas que producen conflictos de intereses.

Algunos ejemplos de herramientas que logran esto incluyen la Constitución de Colorado, la cual estipula que la contratación y destitución de los servidores públicos sea administrada bajo la gestión de una junta civil, y la de California, que establece elecciones no partidistas de postulación libre para seleccionar a los fiscales de distrito. Al estar ahí por mérito propio y no deberle sus cargos a una red clientelista, todos son libres.

Estos sistemas, con funcionarios estructuralmente independientes, permiten una gestión imparcial en la que no se penaliza actuar correctamente y aquellos que actúan indebidamente no encuentran refugio.

El concepto erróneo de que la falta de valores es la raíz de la corrupción endémica ha llevado a la población a ignorar las dependencias nocivas y la estructura gubernamental que las establece, lo que da carta blanca a sus beneficiarios. Existen soluciones comprobadas. El desafío radica en desenmascarar este dañino concepto.