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Inteligencia artificial: nada qué hacer
Los objetos inanimados están empeñados en superarnos en cualquier cosa que creamos hacer mejor que ellos. Su velocidad aritmética nos deja a la altura del betún desde tiempos de la regla de cálculo, ese instrumento de madera con el que el director de Física teórica de Los Álamos, Hans Bethe, resolvió las ecuaciones para fabricar la primera bomba atómica. Mi padre la usaba, pero mi generación fue una de las primeras que se pasaron a la calculadora de bolsillo. Luego empezaron a ganarnos al ajedrez, a las damas, al go y hasta al póker, lo que ya es pasarse de vueltas. Como sabe cualquier tahúr, ganar al póker no depende tanto de las cartas que llevas, como de las que tu adversario cree que llevas, y esta malicia de alto nivel se consideraba un privilegio exclusivo de los humanos hasta hace unos años. Pero no es así.
¿Se ha fijado en que ya nadie se queja de que alguien tiene un comportamiento robótico? La frase valía cuando las máquinas hablaban como R2-D2, el bolindre robótico de Star Wars, pero es evidente que George Lucas se quedó garrafalmente corto en ese apartado lingüístico de la serie. Los robots actuales hablan tan bien, que incluso preocupa que se hagan pasar por una primera ministra o un general de brigada para sembrar el caos y la confusión. La competencia de los modelos grandes de lenguaje (large language models, o LLM, como el que sustenta ChatGPT) fue la principal razón que puso en huelga a los guionistas de Hollywood el verano pasado y las restricciones a su uso fueron la clave para que desconvocaran las protestas. Los sistemas de generación de vídeo que han desarrollado las tecnológicas OpenAI y Google dejan intuir un panorama en que no ya los guionistas, sino los propios realizadores y montadores empiecen a temer por su trabajo, como ya hacen los traductores y las contables, las arquitectas y los corredores de Bolsa, las poetas y los amantes.
Llevar el pesimismo al extremo es erróneo, sin embargo, aparte de inútil, que una máquina nos gane en algo no es el fin del mundo. La afición al ajedrez, por ejemplo, no ha hecho más que crecer desde que Deep Blue ganó a Kaspárov en 1997. De hecho, la inmensa mayoría de las personas no necesitábamos a Deep Blue para perder al ajedrez —a mí me bastaría jugar contra un macaco Rhesus—, y las tribulaciones cerebrales de un campeón del mundo nos importan lo justo. El hecho de que una máquina te pueda ganar no debería disuadirte de jugar al ajedrez más de lo que te disuade de jugar al tenis la mera existencia de Carlos Alcaraz. Los trabajos rutinarios son otra historia, pues mucha gente preferiría no hacerlos, como Bartleby el escribiente. Trabajar en una zanja o reparar el metro a las cuatro de la madrugada tampoco debe ser una bicoca, y los LLM tienen muy poco que decir ahí.
Pero esa no es la novedad de la que llevamos hablando un par de años. Los trabajos de baja cualificación, de hecho, fueron los primeros en verse transformados por la robótica, sobre todo en las cadenas de montaje de la industria del automóvil. Ahí se perdieron empleos y se crearon otros con poca inversión en formación continua. Ahora hablamos de médicas, cirujanos y farmacólogas, de directoras de cine y guionistas, de pintores, pensadoras, creadores y todo lo más grande que nuestra especie pueda exhibir ante la historia cósmica.
Pero acabemos con una buena noticia. ChatGPT y los demás sistemas de este tipo no van a crecer exponencialmente. Estos modelos están mejorando hasta ahora a base de engullir textos de Internet (más textos, mejores resultados), pero ya se lo han tragado casi todo. Se aproxima un estancamiento.