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Gritos ahogados
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El domingo, un señor de Culiacán decía en una entrevista desde el Zócalo que había viajado expresamente a Ciudad de México, para ver el último grito del presidente, Andrés Manuel López Obrador. Palabras más o menos, el señor decía que lo que ocurría en su ciudad —las balaceras, los asesinatos, la cacería entre criminales armados— era producto de 50 años de abandono, de dejar crecer al narcotráfico. También decía que aunque hay problemas, no es tanto como dice la televisión.
Sorprendían las palabras del señor por aquello de que no es tanto como dice la televisión. Ese mismo domingo en que él llegaba al Zócalo con su playera de los Tomateros, el equipo de beisbol local, cinco jóvenes aparecían asesinados, maniatados, sus cadáveres adornados con sombreros, junto a un parque acuático en el sur de Culiacán. Por la noche, el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha, daba el grito en la ciudad ante la auténtica nada: cuatro o cinco militares que patrullaban en los jardines junto al Palacio de Gobierno. Un grito ahogado, en el silencio de un pueblo metido en casa.
No es cuestión de señalar al señor, para nada. Al contrario: ¿Qué habrá visto en todos sus años de vida en Culiacán, en esas cinco décadas en que gobiernos de todo tipo dejaron crecer al crimen, para que lo de ahora no le parezca tan terrible? La entrevistadora siguió por otros derroteros y ya no nos podremos enterar de sus vivencias. Pero del resto de la entrevista vale la pena rescatar un par de cosas que parecen centrales en la ecuación de la violencia, ya no en Sinaloa, sino en todo el país.
Decía el señor que "no se pintó la raya entre el poder económico y el narcotráfico, que apuntalaba al poder económico. Y tampoco a los gobernantes en municipios y sindicaturas, pues ellos los ponían". Ellos, el narcotráfico. Resultan importantes sus palabras porque el señor se alejaba de esta lógica histérica en la que todo es culpa de unos u otros. Ampliaba la mira y decía, ´oigan, esto es un problema de 50 años´, no es de ahora. De acuerdo.
La única pega de este asunto apunta a la naturaleza de la violencia. A diferencia de otros fenómenos, la violencia genera un mal inmediato. En el caso de Culiacán, con un ritmo sostenido de balaceras, asesinatos y desapariciones de personas, la zozobra y la angustia de la población se convierten en una constante. En el peor de los casos, esa vorágine te toca directamente y desaparecen a un familiar, o lo matan, y aparece a los dos días maniatado, adornado con un sombrero, junto a un parque acuático.
No hay tiempo para acabar con la violencia. Hace tiempo que no hay tiempo. Esta secuencia interminable de usos mafiosos que acaban cíclicamente en estallidos criminales es invivible, y el mero hecho de que ahora, tal caso o tal otro, no parezcan tan malos, no quiere decir que sean buenos, o que sean aguantables. No debería ser aguantable que cinco jóvenes aparezcan como lo hicieron los de Culiacán, el domingo. Lastimosamente lo es. Y a pocos parece importarle.
El domingo, una treintena de municipios de todo el país cancelaron sus propios gritos, sus celebraciones de las fiestas patrias. Detrás no había otra cosa que la violencia. En el zócalo de Ciudad de México nadie se acordó. El presidente no dio vivas al pueblo en resistencia. La urgencia con que firmó la enmienda constitucional que aprueba la reforma al Poder Judicial se convierte en desidia cuando la sangre llama a la puerta. Es terrible.
Para muchos, el domingo fue un día hermoso, histórico, incluso, el último grito de López Obrador. Para otros tantos, fue el enésimo ejemplo de que el futuro en México es autoritario. Entremedias quedan los gritos ahogados, los de miles de personas que no pudieron llegar a la plaza de su ciudad a cantar cualquier tonada amorosa. A despreocuparse. A gritar a gritos.