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Fortino Cisneros Calzada
Andrés Manuel López Obrador está dispuesto a usar la Presidencia, la Fiscalía General de la República, la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda, los programas sociales del gobierno y todos los instrumentos del Estado a su alcance para imponer su voluntad por encima de la del pueblo.
Esta semana, el presidente cruzó otra línea roja: impulsó una investigación de la FGR contra los dos candidatos punteros al gobierno de Nuevo León que puede derivar en la inhabilitación de ambos o la repetición de unas elecciones en las que las más recientes encuestas registran un desplome de su candidata hasta el tercer lugar. Y además, como las formas le tienen sin cuidado, ayer admitió frente al país que está metiendo las manos en la elección, algo que la ley prohíbe.
Así, López Obrador confiesa que es un delincuente electoral. Ha cometido o confesado delitos electorales en vivo y a todo color en la transmisión de sus conferencias mañaneras. Es ingenuo pensar que desconoce las consecuencias de sus acciones. Sabe que la intervención del gobierno en el proceso electoral ha sido base jurídica de anulación de procesos electorales en varios estados.
Pero la lectura no falla: cuando un gobernante lanza estos golpes autoritarios exhibe en el fondo una debilidad: ya se dio cuenta que el pueblo no está con él, que en las urnas no es capaz de ganar, que la elección se cerró para su partido, Morena, y lo que se vaticinaba como otro tsunami guinda, no lo será.
Por tanto, está empeñado en intervenir indebidamente para inclinar la balanza, y si no lo logra, no parece incómodo con la idea de incendiar la pradera y descarrilar todo el proceso. ¿Qué sigue? ¿Proscribir a la oposición y desmantelar los procesos democráticos constitucionales?
En las últimas semanas, el presidente ha cruzado líneas que sólo cruza quien busca imponer un régimen autocrático. Con la Suprema Corte, con el INE, con la Constitución, con el sistema electoral de la transición mexicana.
Ya no es una campaña electoral. La suya es una campaña contra las reglas democráticas constitucionales que los mexicanos construimos en las últimas tres décadas para superar la era de la hegemonía priista autoritaria. Es una campaña para desmantelar la democracia y establecer una nueva, suya, de lealtad ciega de las instituciones hacia él, de asambleas a mano alzada, de vivas y vítores para el líder supremo y sus decisiones.
El caso Nuevo León es una flagrante disrupción a la democracia por parte de un presidente que sigue conduciendo el país hacia el barranco del autoritarismo: ha dejado claro que no reconoce límites legales ni democráticos; está en campaña permanente para eliminar adversarios, instituciones, oposiciones, contrapesos y cualquier cosa que perciba como obstáculo a su poder.
SACIAMORBOS. El miércoles de la semana pasada, desde Palacio Nacional llegó a Nuevo León un enviado para reunirse con Clara Luz Flores. El hijo del consejero, eficaz operador del presidente, parece que llevó la buena nueva a una campaña que estaba totalmente alicaída.
Falta ver si todo esto le sale, porque, como dicen en <i>Game of Thrones</i>, el norte no olvida.
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