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¿Es Morena un nuevo PRI?

  • Por: ALBERTO OLVERA
  • 15 JUNIO 2022
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¿Es Morena un nuevo PRI?

Sin un líder cuyo sentido de misión sea la base de la confianza ciudadana y de su legitimidad, un gobierno genérico de la 4T no será mas que otro gobierno común y corriente

En días recientes ha adquirido renovada actualidad la discusión sobre el carácter del régimen político que está construyendo desde la presidencia Andrés Manuel López Obrador. La victoria de su partido, Morena, en cuatro de los seis Estados en los que hubo elección de gobernadores hace dos semanas ha obligado a reconsiderar el problema de la hegemonía política en México. En este momento crítico no ayuda en nada repetir el mantra de que estamos ante la reconstitución de un nuevo PRI. Más bien es necesario tratar de establecer el carácter sui generis del régimen que se está instituyendo, y que por ahora no es mas que otra versión de los gobiernos de la larga transición a la democracia.

Como ha sido ya discutido en los círculos académicos y políticos mexicanos, López Obrador y su partido representan, en principio, una peculiar actualización de una herencia política que se remonta al siglo XIX y que es el jacobinismo. Se trata de la auto-comprensión por parte de una élite política en momento histórico crítico de que le corresponde asumir una misión trascendente, que implica desplazar a los poderes constituidos, herencia del pasado, y construir una nueva relación de fuerzas que debe expresarse en leyes e instituciones, la formación de una nueva elite política y de un nuevo gobierno, es decir, de un nuevo tipo de Estado. Tal fue el espíritu de los liberales en el siglo XIX en su larga confrontación con los conservadores, con la iglesia católica y con los invasores extranjeros, hasta que se llegó a una convivencia peculiar en el porfiriato a partir de la derrota política del conservadurismo y la conversión del liberalismo en un régimen dictatorial que asumió como misión política la modernización material del país y no la adopción de modelos políticos democráticos liberales (eso sí, siempre respetados formalmente).

La Revolución Mexicana creó un nuevo tipo de jacobinismo que mezcló en una forma novedosa el discurso de la justicia social emanado del pensamiento socialista, el anticlericalismo liberal decimonónico y principios liberal-democráticos propios de la herencia constitucional del pasado. Esa nueva generación estaba plenamente consciente de la imposibilidad de legitimar la sustitución de una dictadura (la porfiriana) por otra (la revolucionaria). Había por tanto la necesidad de institucionalizar un régimen político formalmente basado en una constitución republicana, liberal y democrática, con promesa de justicia social. Sin embargo, la lenta construcción del nuevo régimen implicó la prolongación de la guerra civil revolucionaria de la segunda década del siglo XX en la forma de una especie de guerra de guerrillas política y a veces militar en que las disputas entre las facciones revolucionarias y entre éstas y las fuerzas oligárquicas y empresariales construidas en la modernización porfirista se escenificaron en múltiples formas, espacios y niveles hasta llegar a un relativo equilibrio en el cardenismo. El cardenismo no sólo fue el momento de la verdadera formación del régimen de la revolución, sino que representó la actualización del jacobinismo decimonónico a los proyectos políticos del siglo XX, en especial, el socialismo, en una peculiar versión nacionalista popular. Su misión fue recentralizar el poder político disperso en los primeros 20 años de la posrevolución. El resultado fue la creación del régimen de la revolución mexicana, una novedosa combinación de autoritarismo presidencialista, corporativismo quasifascista, desarrollismo estatista y nacionalismo ideológico, que instituyó reglas de sucesión y de reparto del poder sumamente exitosas, las cuales garantizaron la estabilidad política. Ese régimen entró en crisis en la última década del siglo pasado, agotadas como estaban sus capacidades desarrollistas, su legitimidad histórica y su capacidad inclusiva. La salida a su crisis no fue revolucionaria, como en el pasado, sino democrática y tecnocrática. De un lado, el propio régimen autoritario propició la adopción del neoliberalismo como modelo económico, y apostó a la integración con Norteamérica; por otro lado, y ofreciendo una tenaz resistencia, dio paso a una lenta, penosa y al parecer nunca acabada transición a la democracia que no logró consolidar hasta la fecha un régimen democrático estable y basado en un estado de derecho.

En el contexto de la crisis de legitimidad de los partidos que protagonizaron la disputa electoral en la transición, se abrió un espacio político para una salida populista a la crisis de la precaria democracia mexicana. López Obrador, un consumado insider de la política de la transición, sin ser un ideólogo, se postuló a sí mismo como el representante de una especie de actualización en el siglo XXI del viejo espíritu jacobino. En este momento histórico, AMLO se ofrece como el líder de un pueblo desplazado y olvidado en su confrontación con una nueva oligarquía, la surgida en el periodo neoliberal, aliada a los agentes e instituciones del nuevo capitalismo global. Pero, a diferencia de las dos generaciones previas de agentes del jacobinismo político, López Obrador ha llegado al poder por la vía democrática, y no mediante una guerra o una revolución. Por tanto, su misión es más limitada, acotada, por un lado por las instituciones democráticas construidas en la larga transición a la democracia y por otro, por la inescapable realidad del mercado global en el cual México está estructuralmente inserto. Por tanto, y a pesar de su propio discurso grandilocuente, López Obrador no plantea una refundación política, sino un ajuste de los excesos de los gobiernos de la transición. Por más epopéyico que sea el relato, el proyecto es claramente reformista. En una época postrevolucionaria y en la que están en crisis todos los relatos, no hay espacio para ofrecer un mundo nuevo. De ahí que el discurso de la "Cuarta Transformación" suene a viejo, a restauración simbólica de un pasado mítico.

En la práctica, el proyecto de López Obrador es un intento de reformular, desde el gobierno, las relaciones entre Estado, mercado y sociedad en una forma más justa, equilibrada, en la que el Estado adquiera de nuevo un poder estructural suficiente como para someter a cierta disciplina al gran capital nacional, al capital extranjero y a las viejas corporaciones de la época priísta, distribuyendo al mismo tiempo una renta mayor a los pobres. Siendo atendible este proyecto, lo malo han sido las formas de ejecutarlo. Las ideas de instituciones regulatorias, controles legales, equilibrio de poderes, contrapoderes ciudadanos, etc., tan caras a la tecnocracia (neo)liberal y al sector liberal-democrático de la sociedad civil le parecen a López Obrador irreales, superfluas, utópicas, pues, según su experiencia, en la práctica lo que haga o deje de hacer el gobierno depende del poder relativo del Estado y de los actores económicos, políticos y sociales, y no de los marcos legales. (El País)

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