Columnas > PENSÁNDOLO BIEN
El Ejército, como (dudoso), garante de la 4T
Una cosa es que el delfín de López Obrador ocupe la silla presidencial, otra que tenga la fuerza política para mantener y profundizar las tareas heredadas. Allí es donde entra el ejército.
Mientras discutíamos sobre si militarización o no, me parece que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha estado operando desde otra perspectiva: convertir a las fuerzas armadas en columna para el soporte a largo plazo del proyecto de la Cuarta Transformación. A medida que se acerca el fin de su sexenio, el mandatario entiende que al hacer mutis y meterse a su rancho, el proceso que él inició afrontará una fragilidad inevitable.
No puede ser de otra manera, tratándose de un movimiento fincado tan estrechamente en su liderazgo personal. Si bien es cierto que en su talante hay algo que le permite salir de una responsabilidad sin mirar atrás, por ejemplo cuando dejó la presidencia del PRD o la jefatura de gobierno del Distrito Federal, también es cierto que en tales casos tenía por delante una tarea más importante de la cual ocuparse (fundar Morena, ganar la presidencia).
No será el caso en esta ocasión. Una parte de AMLO se irá convencida de que él hizo lo que tenía que hacer, abrir el camino, y asumirá que se ha ganado ya un lugar en el panteón de la historia patria, que lo que siga no es de su responsabilidad. Pero, siendo el animal político que es, otra parte de su fuero interno pierde el sueño ante la posibilidad de que sus adversarios contraataquen y desmonten todo lo que construyó, lo cual convertiría en humo a la Cuarta Transformación, un efímero período en la historia contemporánea de México.
Para evitarlo, el presidente está convencido de que su movimiento cuenta con el apoyo del pueblo y espera que su sucesor siga gozando de ese recurso. Afirma que el pueblo ya despertó y no volverá a dejar que los conservadores regresen al poder. Algo que pregona, me parece, tanto para convencer a la arena política como a sí mismo. Pero en el fondo sabe que no hay garantía de ello, entre otras cosas por la "perversidad" que atribuye a sus adversarios para manipular el voto o el resultado de las elecciones.
Frente a esta fragilidad, hace algún tiempo comenzó a hablar de la necesidad de convertir en artículos de la Constitución los cambios introducidos, para hacerlos irreversibles. Pero en el fondo el presidente sabe que las instituciones son permeables al poder vigente. Lo que se modificó en la Constitución es susceptible de ser modificado de nuevo. Y por lo demás, como sabemos, algunas de sus propuestas más entrañables han encontrado dificultades para ser inscritas en la Carta Magna por insuficiencia de votos en las Cámaras. Y eso por no hablar de las dudas que López Obrador siempre ha abrigado respecto a las instituciones.
En aras de la continuidad de su movimiento habría que concederle el mérito a López Obrador de haber tenido la habilidad política para garantizar un triunfo en 2024 que permita extender el poder otros seis años, habida cuenta de la precariedad del estado de la oposición. Pero más allá de definir a un sucesor, poco puede hacer para asegurar que este tenga la capacidad para continuar la 4T frente a la probable respuesta de las fuerzas que le son adversas. Una cosa es que su delfín ocupe la silla presidencial, otra que tenga la fuerza política para mantener y profundizar las tareas heredadas. Allí es donde entra el ejército.
Y desde luego no estamos hablando de hipótesis golpistas sean de derecha o de izquierda. No es tan simple. Que nuestros generales no sean golpistas no significa que las fuerzas armadas sean neutras en un proceso de cambios polarizados como el que vive el país, al menos en la lógica de López Obrador. El tabasqueño ha trabajado para asegurar la lealtad de los militares a la institución presidencial, como en realidad lo han hecho todos los mandatarios en turno; pero AMLO ha ido más lejos. Ha buscado inocular su visión social en soldados y oficialía y hacerlos compañeros de viaje en el proceso de transformación que persigue su movimiento. No hay ningún secreto en el esfuerzo que se ha tomado para sembrar y expandir la noción de que existe una suerte de identidad entre el pueblo, los soldados y el obradorismo. Se trata, pues, no solo de garantizar el vínculo de los militares con la institución presidencial sino también con su persona y su visión de país.
Hace casi dos años que expresa su deseo de entregar al ejército la construcción de proyectos claves y también su administración, con el objeto de impedir que en el futuro la clase política y la empresarial la convirtieran en negocios plagados de privilegios y malas prácticas. En tal planteamiento ha habido un argumento explícito y otro implícito. El primero, y lo planteó sin rodeos, porque las fuerzas armadas no son corruptas, o al menos mucho menos que la iniciativa privada. Pero había otra idea tácita aunque no mencionada: una vez que esté en manos del ejército se convierte en irreversible porque asume, con razón o sin ella, que no habrá un actor político, sean las cámaras, los jueces o el ejecutivo que vaya a meterse con ellos.
En esta estrategia hay una premisa subyacente en la que cree el presidente y ojalá tenga razón: que el poder que le está entregando a las fuerzas armadas no se traducirá en un riesgo político o en un uso indebido que rompa los equilibrios. Volvió a confirmarlo esta semana cuando el secretario de Gobernación tuvo la mala ocurrencia de afirmar que los generales están en su derecho de apoyar a un militar a la presidencia. López Obrador se apresuró a rechazar tal sugerencia, afirmando que las fuerzas armadas no están interesadas en ninguna aventura política.
En todo esto hay una apuesta de alto riesgo. Los militares están tomando el control de la seguridad pública no solo como institución sino también como estamento social; buena parte de los directores de la seguridad pública de los gobiernos estatales son generales en retiro, los cuales suelen ser más leales a los intereses de grupo que a sus jefes civiles inmediatos, así sea un gobernador. Esta pertenencia horizontal abarcaría control de aduanas, puertos, aeropuertos y empresas económicas.
El riesgo no es un golpe de estado, sino simplemente el hecho de que en términos de correlación de fuerza, capacidad de negociación y presión, habrán roto todos los equilibrios y contrapesos frente al resto de los actores sociales y políticos, incluyendo al presidente en turno, así sea Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard. No sé si López Obrador esté consciente de que en todo conflicto entre las banderas de la 4T y sus intereses de grupo, los generales optarán por esto último y no habrá quien se atreva a contradecirlos.
@Jorgezepedap