El Diablo en los Juegos Olímpicos

La ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 resultó un éxito mediático notable, que puso incómodo a medio mundo y nos dio tal cantidad de tela para el chismorreo, que los murmullos están lejos de haberse apagado pocos días después de su celebración. 

En redes y medios me tocó leer y escuchar comentarios que van desde la euforia ("espero recordar esta maravilla escénica hasta el día en que me muera", dijo un entusiasta) hasta la irritación ("pero qué cosa tan soporífera y de tan mal gusto", gruñó un ofendido).

El Diablo en los Juegos Olímpicos

A mí, qué quieren, me emocionó la muy aplaudida presentación de la banda metalera Gojira, que dejó helados a los espectadores (entre ellos, según memes sin confirmación oficial, al rey Felipe VI de España, quien se encontraba entre el público) con una atronadora versión de la cancioncilla revolucionaria Ah, ça ira, interpretada junto a una María Antonieta con la voz de la mezzosoprano Marina Viotti... y la cabeza en las manos.

La canción, por cierto, contiene líneas tan expresivas como "Los aristócratas serán ahorcados". Un espíritu muy de 1789, sin duda.

Curiosamente, entre grupos religiosos y algunas figuras variopintas de los medios y la política (incluyendo a un vocero del Gobierno ruso, al cómico estadounidense Rob Schneider y al actor y activista de derecha mexicano Eduardo Verástegui), se produjo a partir del viernes un alud de críticas en torno al supuesto "satanismo" del espectáculo

Pero que no se ha centrado en las míticas tendencias diabólicas de los metaleros (Gojira, en realidad, es una banda que no tiene nada que ver con el patas de cabra, sino que aborda temas sociales, políticos y, en especial, ambientales en sus piezas), sino por otro pasaje, una coreografía que, se señala con dedo acusador, parodió a la Última Cena, al menos su imagen más reconocida, la del mural de Leonardo da Vinci, con una carnavalesca troupé de actores y bailarines LGTB.

Armados con el hashtag #Bastadeofensas (y sus equivalentes en otros idiomas, desde luego), los creyentes arremetieron contra los organizadores de los Juegos por meterse con sus sentimientos religiosos y faltarles al respeto a sus símbolos. 

La controversia llegó a tal punto que el director artístico de la ceremonia, Thomas Jolly, tuvo que aparecer ante los medios para negar haberse inspirado en la iconografía cristiana (dijo que su intención fue evocar los banquetes olímpicos de la mitología griega y presentarlos como un ejemplo de "inclusión" y "amor") y ofreció disculpas a quienes se sintieron ofendidos. 

Hizo lo propio la portavoz del comité organizador, Anne Descamps, quien, además, y como quien no quiere la cosa, añadió que según las encuestas a la mayoría de la gente preguntada al respecto le agradó la ceremonia dichosa.

Cómo andarán los ánimos confesionales que la presentación de una banda de metal (junto a una reina decapitada, no lo olvidemos, y entonando una canción contra la nobleza y el clero), que hace apenas unos años habría representado un escándalo de proporciones bíblicas, ahora levantó ovaciones de un modo casi unánime a lo largo del planeta, mientras que una simple coreografía protagonizada por artistas de algunos colectivos LGTB sacó de quicio a miles o millones de creyentes.

¿Hubo una provocación deliberada de la organización de los Juegos Olímpicos o se trata solamente de una reacción exagerada e hipersensible de los grupos y personajes religiosos? 

¿Por qué parece que, en estos tiempos, cada cosa bajo el sol, ya sea película, canción, ceremonia, libro o ropaje polariza las opiniones hasta extremos de una radicalidad asombrosa? 

¿El Maligno no tendrá nada mejor en su agenda que inmiscuirse en la inauguración olímpica? Me lo preguntaré mientras sigo escuchando a Gojira.