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Colosio, que 30 años no es nada

El imperio de los violentos no ha mermado en tres décadas. La disfuncionalidad de los gobiernos tampoco

Luis Donaldo Colosio fue asesinado diez meses después de que el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo muriera acribillado en el aeropuerto de Guadalajara. La versión oficial de esos magnicidios nunca terminó de convencer a todos.

Colosio, que 30 años no es nada

A 30 años de la violenta muerte del candidato priista a la Presidencia de la República, ¿cuánto se parece México a aquel país donde el homicidio de quien podría haber ganado la elección de 1994 solo fue uno de los eventos trágicos y convulsos?

El asesinato de Colosio, del que hoy se cumplen tres décadas, quebró sin remedio al sistema político priista. Esa fue la fecha sin retorno de un régimen que se creyó destinado a la perpetuidad, convencido como estaba de que el gatopardismo puede ser explotado hasta el infinito.

Los balazos de Lomas Taurinas liquidaron la hegemonía del PRI porque vinieron a demostrarle a la población que sus temores eran fundados. El Estado estaba lejos de garantizarle seguridad a nadie, sea un príncipe eclesial o el delfín tricolor.

El contexto de esas muertes que sacudieron a la nación era de violencia. Desde décadas atrás se habían incubado, tanto en el Pacífico como en el noreste, los grupos criminales que con algunas derivaciones o metamorfosis rondan el medio siglo de jettatura.

Ráfagas en antros, ajusticiamientos, desapariciones, inseguridad ciudadana y, por supuesto, el secuestro y asesinato de un agente de la DEA son algunos antecedentes al homicidio, por "confusión" a plena luz del día, de Posadas Ocampo el 24 de mayo de 1993.

No sobra recordar que los Arellano Félix vieron a Jerónimo Prigione en su intento por deslindarse del ajusticiamiento, a quemarropa, del cardenal. Se sabría de dos ocasiones en que el nuncio del Vaticano recibió a miembros de ese cártel. Así aquel México. Así la impunidad.

El aniversario de la muerte de Colosio llega horas después de que familias enteras fueran privadas de la libertad en Sinaloa, a semanas del plagio y tableada a prominente periodista en Jalisco y, desde luego, en medio de cotidianos asesinatos de políticos.

Como entonces, más que gobernabilidad las condiciones de Guerrero son las de un polvorín. Como entonces, el reclamo de los indígenas de Chiapas son deuda desatendida, y la estabilidad de ese rincón pende de un hilo que entra en sangrienta crisis demasiado a menudo.

Jalisco hoy es sede de poderosos criminales y Michoacán tiene dueños armados. En Tamaulipas hay zonas donde quien gobierna a veces mata a la luz del día y otras donde es tan efectivo el dominio criminal que ni armas tienen que usar. Y del Edomex ni hablar.

Y las fiscalías, con atari como en tiempos de la PGR de Carpizo o sin recurrir a inversosímiles presentaciones gráficas, pierden los grandes casos una y otra vez. En impunidad, 30 años no es nada.

Porque el asesinato de Colosio es más que una tragedia priista o —para los conspiracionistas— un misterio sin resolver. Porque al PRI ni el shock que supuso esa muerte, con los jaloneos por el nuevo destape, ni el asomarse al precipicio le llevaron a un hito refundacional.

Tras la desgracia a manos de Mario Aburto, la familia tricolor quedó más dividida que nunca, y aunque en esa elección aprovecharon el miedo de una sociedad que no deseaba un baño de sangre, el modelo priista, con su corrupción y autoritarismo, no saldría indemne de 1994.

La desgracia de Colosio marcó, entre otras cosas, pero notablemente, lo impostergable del cambio, de la democracia, la urgencia de crear un modelo funcional de Gobierno, y el fin del mito de que solo los hijos de la revolución saben lo que necesita el país, conducir la nación.

Si el alzamiento zapatista de enero desnudó la falacia modernista del Tratado de Libre Comercio, que México no debe ser solo la mano de obra en un racimo de ciudades con clusters de maquiladoras o berries, la desgracia del sonorense revivió deudas de justicia por doquier.

Con su muerte, Luis Donaldo fue el llamado urgente, desoído por el PRI, pero asumido por la sociedad, de que el pasado no debía parecerse al futuro, que las guerras sucias de los setenta y ochenta habrían de aclararse, que urgía encontrar la verdad de la represión, del 68, del 71, de los asesinatos cardenistas de 1988...

Y aunque lo entendieron las oposiciones de entonces, a la vuelta de los años es evidente lo malogrado del experimento de las alternancias, lo en vano que han sido tanta muerte y violencia, que la incapacidad para administrar justicia no solo es crónica sino generalizada.

Colosio es socialmente un muerto insepulto porque así Aburto haya purgado la pena y esté a punto de serle concedida la libertad, el discurso del de Magdalena de Kino en la plaza de la República, ese México con hambre y sed de justicia, es tan vigente como entonces.

Después de Colosio han matado al secretario general priista José Francisco Ruiz Massieu (28 de septiembre de 1994), a un candidato a gobernador del PRI (Rodolfo Torre, Tamaulipas, 28 de junio de 2010), a exgobernadores de Jalisco y Colima, a presidentes municipales, a candidatos... Y a cientos de miles de mexicanas y mexicanos.

Después de Colosio no tenemos una fiscalía que sirva ni un modelo de justicia o verdad para las víctimas del pasado priista o no priista.

Después de Colosio vino el PAN y prometió un nunca más a la inseguridad que en buena medida nos trajo al infierno donde estamos.

Después de Colosio el PRI desperdició una nueva oportunidad y provocó una nueva gran herida con Ayotzinapa.

Después de Colosio fue el turno de la izquierda y su asesinato ha sido utilizado para atizar la disfuncionalidad de los partidos del pasado sin ofrecer a cambio nada que no sea rendirse ante la empoderada cerrazón de los militares.

Treinta años después de la muerte de Colosio tenemos, de vez en vez pero sin falta, días de horror y pasmo como aquella tarde en que poco a poco primero y luego como aluvión, llegaron desde Tijuana noticias de la gravedad del candidato.

El imperio de los violentos no ha mermado en tres décadas. La disfuncionalidad de los gobiernos tampoco.

Sean los montones de ejecutados en tiempos de Calderón, sea la fuga del Chapo con Peña Nieto, sean atentados con coche bomba en Juárez en los dos miles, sean drones que bombardean poblaciones michoacanas en 2024.

La violencia, la cara más flagrante de los fracasos de Carlos Salinas a Andrés Manuel López Obrador, impera. Lomas Taurinas fue sin duda un pico, pero para nada un punto de inflexión. Y el lopezobradorismo, tan lleno de desaparecidos y muertos, no es el valle que promueven con sus estadísticas.

La gran lección no aprendida de la infausta tarde que nunca olvidaremos quienes teníamos uso de razón es una borrosa mancha en el horizonte de un país en el que hoy ejércitos irregulares fuertemente armados recorren sin pudor Veracruz o Sonora, Nuevo León o Tabasco.

Si el asesino solitario terminó de descarrilar a una presidencia, los asesinos sueltos en tantas regiones ahogan la democracia.

Quizá la gran coincidencia de entonces y de hoy es que ante la amenaza criminal, el grupo en el poder se aferra al no pasa nada mientras el agua sigue calentándose irremediablemente, con buena parte de la población preguntando si alguien advertirá con éxito que hay que actuar contra la violencia antes de que otra vez sea demasiado tarde.