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Ayotzinapa now
La desaparición de los 43 cierra otro sexenio sin justicia, sin verdad y con violentas protestas. Andrés Manuel López Obrador prueba hoy el amargor de la impotencia, su voluntad no alcanza para vencer la omertá del Ejército
Como herida mal tratada que es, Ayotzinapa se ha infectado de nuevo. La desaparición de los 43, que en su momento dio la vuelta al mundo inscribiéndose en la lista de tragedias que no debieron pasar, cierra otro sexenio sin justicia, sin verdad y con violentas protestas.
Andrés Manuel López Obrador prueba hoy el amargor de la impotencia. Su voluntad no alcanza para vencer la omertá del Ejército, su aliado favorito; y su terquedad le llevó al callejón en que se encuentra por haber desconfiado de un buen exfiscal, por forzar una solución a modo.
López Obrador no es el único al que desvela el fin de su tiempo. Los padres de los normalistas desesperan porque le creyeron cuando dijo que a diferencia de Enrique Peña Nieto él sí: traería a sus hijos de regreso, la paz de saberlos en una tumba, y la resignación que se logra si hay justicia.
Los agravios de las familias de los 43 de Ayotzinapa se han encendido de nuevo. La brasa que arde en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos por el desdén gubernamental tiene nuevo oxígeno. El presidente sopló a la lumbre al dar portazo al diálogo y acusarlos de dejarse manipular.
Cuando solo restan poco más de seis meses de la actual administración, los padres hacen cuentas y la lógica les dice que con la salida de Andrés Manuel de Palacio se acabará el compromiso de su movimiento para con ellos, y que quien quiera que llegue podría decirles que es caso cerrado.
La movilización busca que López Obrador dé la cara y ahí, sin bozales ni capuchas, escuche decir que el Ejército nunca cooperó con la justicia, que las fuerzas armadas se enconchan para protegerse: los de hoy a los de ayer, los de mañana a los actuales.
El pacto transexenal castrense derrotó a un Andrés Manuel que, como un aprendiz de brujo, desató esperanzas y firmó promesas —hasta se puso la camiseta de Ayotzinapa, cual si estuviera en campaña y no en el poder— que hoy le persiguen hasta derribar una puerta en Palacio.
Acorralado reparte culpas, y mientras los padres claman que el presidente los traicionó, él grita "al ladrón al ladrón", escapista afán tan visto como estéril a la hora de querer achacar su incapacidad a un complot galáctico.
Ni los expertos internacionales, ni los abogados del Miguel Agustín Pro, ni la OEA, ni Vidulfo Rosales, ni nadie conspiró para propinarle este golpe a López Obrador.
El autor de su problema está en el espejo, que le refleja que ni la voluntad presidencial de un poderoso mandatario alcanza cuando por decreto y unilateralmente se quiere encontrar la verdad, construir la justicia.
Ayotzinapa arde porque los padres viven desde hace años en este apocalipsis en donde el jefe del Estado desde su Palacio declara que restan pocas pesquisas, que el Ejército sale absuelto, que las protestas no tienen razón de ser, que promesa cumplida. Palomita.
¿Y nuestros hijos?, ¿dónde están?, preguntan hoy las familias como lo hicieron desde la noche del 26 de septiembre de hace nueve años y medio.
Como Peña, López Obrador se encoge de hombros ante la cuestión central.
Como Peña, López Obrador se creyó presa de una conspiración y quitó de en medio al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI).
Como Peña, López Obrador tiene chivos expiatorios: el de Andrés Manuel más grande: mantiene preso, sin sentencia inculpatoria, con procedimientos tan burdos como abusivos, al exprocurador general de la República Murillo Karam.
Como Peña, López Obrador sospecha de los abogados: los padres son pueblo bueno pero por desgracia fueron engañados por jesuitas y activistas.
Como Peña, López Obrador se lava las manos. Al final de mi ocaso sexenal, vida nada te debo...
Como Peña, López Obrador no cuidó el poder de las palabras. Si con aquel madres y huérfanos de los 43 recibieron el carpetazo de la "verdad histórica", con éste se pretende que al escuchar la verdad presidencial acepten resignados y se vayan a trabajar su tierrita y su pena en el monte.
El monte es el que va a arder si el Gobierno se empecina en su lógica paranoica y autoindulgente. En tal escenario, el peligro es que la cosa no quede en puertas por reparar, sino en violencia que cobre irrecuperables vidas.
No hay casualidades, se dice con razón. El fin de sexenio y la campaña no son tiempos normales, también es cierto. Un alumno de Ayotzinapa muerto en un oscuro operativo policiaco en Tixtla será una tragedia siempre, mas hoy es mecha encendida cuando ya todo olía a gasolina.
O López Obrador ha perdido su olfato político o está dispuesto a jugarse el resto de sus cartas de cierre de sexenio en una riesgosa apuesta. Los padres no tienen prisa, ni les mueve nada que no les haya motivado desde la infausta noche de Iguala.
Bueno, algo nuevo sí tienen. La frustración de quien se siente traicionado, de quien vive el desengaño luego de que un formidable opositor que devino poderoso mandatario les prometiera que no los abandonaría. El desencuentro con López Obrador es un nuevo agravio que aviva su dolor.
La salida que conjure una riesgosa escalada sería buscar un nuevo diálogo, no simplemente retomar contacto con los padres. Se requiere una comunicación que reponga la confianza, por ello tendría que incluir a más actores que las partes; exactamente lo que el presidente no quiere.
Una presidencia desacreditada no es novedad en México; que el Ejecutivo se encierre en su postura, tampoco. Por ello, que el jefe del Estado acuse a víctimas de intransigencia, alegue injerencia extranjera e intereses malsanos para negarse a dialogar, remite a las peores épocas.
La manía de forzar las cosas para presumir que se pudo resolver esto o aquello, tan antigua pero que con tanto ímpetu se retomó en este sexenio, provocó parte de lo que atasca la posibilidad de resolver las dudas sobre lo que ocurrió con los estudiantes de Ayotzinapa.
Aferrarse desde el Gobierno a que se tiene ya una ruta y que ésta no va a alterarse, y que ni siquiera aceptarán cuestionamientos de los deudos y menos de sus abogados o expertos, renovará en padres y en normalistas la convicción de que el único camino que resta es la protesta.
Andrés Manuel resistió todo el sexenio a colectivos que en otros momentos pusieron de cabeza a gobiernos. Ni las víctimas de la violencia, ni los maestros de la disidencia, le han remecido. La movilización por Ayotzinapa, sin embargo, se cuece en otro caldo.
Los padres han tenido desde el primer momento una autoridad moral por lo grotesco de un crimen a manos de agentes del Estado: funcionarios municipales, estatales y federales —sobre todo elementos de las fuerzas armadas— se vieron involucrados en los hechos.
Por eso el grito de "Fue el Estado" sacudió al anterior Gobierno al capturar en solo tres palabras la disfuncionalidad, la corrupción y el salvajismo de los cuerpos de seguridad de todo nivel y, de remate, un carpetazo que fue zurcido con pesquisas mediante torturas y un tufo de encubrimiento.
Con la autoridad moral de haber estado durante décadas del lado de movimientos sociales, López Obrador tendió la mano a las familias de los 43, incluidos sus abogados, y al reinstalar el GIEI se comprometió a llegar a la verdad, así esta incluyera abrir los cuarteles y los archivos militares.
Pero Andrés Manuel no confía en quien no acate órdenes sin chistar. La promesa topó con un Ejército que reiteradamente dijo sí al presidente al tiempo que se negaba a dejar que los padres exploraran pistas que investigaciones independientes fueron trazando.
Y el reloj sexenal fue el otro dique que mató la posibilidad de una pesquisa ejemplar. Ni modo de que el presidente más capaz, que hizo trenes y aeropuertos en tiempo récord, fuera a quedar mal cerrando su gobierno sin demostrar que resolvió el caso más doloroso.
Obcecado con siempre tener la razón, estrujó al sistema de justicia para que le dieran el crédito así no se conociera ni el paradero de los 43 ni la verdad jurídica que de una vez por todas explicara la, en términos de dolor, inenarrable noche de Iguala.
El presidente cayó en su trampa. Su cerrazón enervará a dolientes que tampoco cederán. El choque entre ambas partes podría ser de tan alto costo social que repararlo dejará en inane anécdota el histórico derribo de una puerta en Palacio Nacional.