Niña de 8 años llamada Emely
La madre vio una foto sobre su llegada en una televisora en español y se puso en contacto con la cadena
LA JOYA, Tx.
Sigo sin poder dormir. La comida no me sabe a nada, pienso en él en todo momento. Lo que quiero es estar con él”. José Rodríguez, padre
La semana pasada, agentes de la Guardia Fronteriza encontraron a cinco niñas no acompañadas, con edades de entre siete años y 11 meses, cerca del pueblo fronterizo de Eagle Pass, en Texas.
A unos 400 kilómetros al sur en La Joya por la noche a una niña hondureña de ocho años llamada Emely, que había estado caminando en la maleza durante seis horas con un grupo de extraños y había perdido un zapato en el lodo.
Ella sollozaba descontroladamente porque perdió el número de su madre, quien según ella la esperaba en Estados Unidos, y no sabía dónde vivía.
Emely ha perdido de vista a otro migrante que tenía su información de contactos, pero la madre vio una foto de la AP sobre su llegada en la televisora en español Univisión y se puso en contacto con la cadena.
‘ES MUY DURO’
En un campamento en la ciudad fronteriza mexicana de Reynosa, cerca de donde Marley vio por última vez a su madre, los números de familias migrantes expulsadas están creciendo. Y muchas están tomando decisiones desesperadas.
José Rodríguez, de 41 años y oriundo de San Pedro Sula, Honduras, se ha estado quedando bajo una lona gris con un grupo de compatriotas, pero no ha conseguido dormir desde que envió a su hijo de ocho años a mediados de abril con un primo lejano a cruzar la frontera hacia Roma, Texas.
Rodríguez había tratado de cruzar con su hijo Jordyn, pero los dos fueron expulsados a inicios de marzo. No tenían dinero ni forma de regresar a su país.
“Como padre, es muy duro. No le deseo esto a nadie. La gente me pregunta si envié a mi hijo. ‘Sí’, les digo, ‘pero no lo hagan’”, dijo Rodríguez. “Debes que tener mucha fe y aferrarte a Dios para no desmoronarte. Si estás débil, te puedes desmayar y si tienes problemas del corazón te puedes morir. Es muy duro”.
Su esposa, que se quedó en Honduras con su bebé de un año, se opuso inicialmente a enviar a Jordyn a cruzar la frontera solo, pero Rodríguez la convenció. Le dijo que sus vidas en Honduras solamente empeorarían por la amenaza de las pandillas y una economía golpeada por el coronavirus y dos tormentas tropicales.
Para pagar a los traficantes por el viaje de su hijo, Rodríguez lavó platos en un puesto de venta de tacos por un mes y medio en la frontera. Le costó convencer a Jordyn.
“Tienes que seguir por tu cuenta. Tendrás las mejores ropas, la mejor computadora y las mejores zapatillas. Y autitos de juguete con luces”, le dijo Rodríguez a su hijo cuando se despidieron.
Rodríguez cuenta que durante cuatro días caminó alrededor de la plaza y se detenía constantemente para llorar, hasta que recibió un mensaje grabado de un primo en Estados Unidos cuyo número telefónico había escrito en el acta de nacimiento de Jordyn.
“Buenas noticias: Tienen al niño en un albergue para menores de su edad”, le dijo el primo.
Trabajadores sociales llaman a Rodríguez dos veces por semana desde el albergue de Chicago para ver si hay alguien con quien el niño pueda quedarse en Estados Unidos.
Los parientes de Rodríguez dicen que no pueden hacerse cargo de él porque llegaron hace poco y tienen que mantener sus propios hijos.