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Un mundo ahogado en información

El historiador israelí Yuval Noah Harari vuelve diez años después de ´Sapiens´ con una exploración concienzuda y ambiciosa sobre las redes de comunicación y su función esencial en la organización humana

El escritor israelí Yuval Noah Harari, retratado en Tel Aviv en 2023.Un mundo ahogado en información

Diez años después de Sapiens, el libro que le convirtió en uno de los intelectuales más influyentes del mundo, y tras haber vendido 45 millones de ejemplares de esa obra y dos secuelas, Yuval Noah Harari vuelve con Nexus, una exploración concienzuda y ambiciosa sobre las redes de información y su función esencial en la organización de las sociedades humanas a lo largo de la historia. Aunque se remonta a los tiempos anteriores a la invención de la escritura, el libro también se zambulle a fondo en las cuestiones más candentes de la actualidad, con particular énfasis en las redes sociales, la desinformación y los riesgos de la inteligencia artificial, que él considera una amenaza vital para la supervivencia no ya de la democracia, sino de la civilización en su conjunto.

La tesis central de Nexus es que la función de la información no es representar la realidad, sino crear vínculos entre grandes grupos humanos. Harari admite que tres milenios de filosofía y cuatro siglos de ciencia nos han aportado vastas cantidades de información y un gran poder, pero no cree que por ello nos conozcamos mejor ni seamos más sabios. Como historiador y como analista escéptico de la ciencia y la tecnología, concede mucha más importancia a la construcción de redes cooperativas mediante ficciones, fantasías e ilusiones sobre dioses, naciones y transacciones económicas. Desde esta perspectiva, la Biblia es mucho más valiosa y poderosa que los Principia de Newton y El origen de las especies de Darwin juntos, como un bulo lo es más que un mensaje veraz. La ignorancia es fuerza, como dijo George Orwell.

La teoría generalizada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es para Harari la "idea ingenua de la información". El autor se revuelve así contra los visionarios tecnológicos contemporáneos que, como Marck Zuckerberg, Ray Kurzweil y el resto de la plana mayor de Silicon Valley, sostienen que las redes sociales promueven el entendimiento entre personas, crean un mundo más abierto y generan un círculo virtuoso del bienestar por donde fluyen "la alfabetización, la educación, la riqueza, la salud, la democratización y la reducción de la violencia" (Kurzweil). Algunas de las páginas más brillantes de Nexus se dedican a refutar de manera contundente, casi cruenta, ese espejismo candoroso.

Tomemos el caso de los rohinyá, los habitantes musulmanes del oeste de Myanmar (antigua Birmania), un país de mayoría budista. Pese a las esperanzas de convivencia pacífica suscitadas a principios de los 2010, los rohinyá sufrieron en esa misma década unos torbellinos de violencia sectaria y racista promovidos en su mayor parte por las mentiras asesinas aparecidas y propagadas en Facebook, la red social del mismo Zuckerberg al que hemos visto más arriba predicando las virtudes teologales de su negocio billonario. La campaña de limpieza étnica que, en 2016, destruyó los pueblos rohinyá, asesinó a 20.000 civiles desarmados y expulsó de Myanmar a 700.000 musulmanes se gestó y difundió a través de las falsedades y los mensajes de odio que circularon por Facebook.

La ONU concluyó en 2018 que Facebook había desempeñado un "papel determinante" en la campaña de limpieza étnica, como ya había denunciado Amnistía Internacional y como le parecerá obvio a cualquier otro observador sensato. Pero ni Zuckerberg ni sus ejecutivos ni sus ingenieros pagaron el menor precio por ello, ni tampoco adoptaron ninguna medida de corrección en sus algoritmos. La jurisprudencia norteamericana libera de toda responsabilidad a las plataformas por las mentiras y los mensajes de odio que circulan por sus redes, y así seguimos seis años después pese a las iniciativas legales europeas —que se han topado con la fiera oposición de los abogados de Silicon Valley— e incluso de una creciente suspicacia de parte de la clase política estadounidense.

Pero el blanco de las críticas de Harari no son los ejecutivos de Silicon Valley que han consentido toda esta inundación de odio, ni menos aún los ingenieros que han diseñado los algoritmos. Su blanco son los propios algoritmos, porque la intención del autor es avisar al mundo del riesgo, para él inminente, de que las máquinas se hagan con el control de las sociedades humanas. "Los ejecutivos de California no albergaban animadversión alguna hacia los rohinyá", escribe Harari. "De hecho, apenas sabían de su existencia". Algunos lectores se sorprenderán de esta actitud exculpatoria hacia los responsables humanos de la propagación del odio, máxime cuando el autor reconoce y documenta que el objetivo de la empresa era "recopilar más datos, vender más anuncios y acaparar una proporción mayor del mercado de la información". Pero el caso es que lo que realmente atormenta a Harari es el robot, no sus creadores.