La espada de Gilling, del siglo IX o X, hallada en un arroyo en Gilling, en Yorkshire.
Muros de escudos, reinos a la greña y vikingos: Inglaterra nació en un baño de sangre
El historiador Marc Morris narra en su ensayo ´Anglosajones´ la turbulenta época entre el abandono de Britania por los romanos y la conquista normanda
Diciembre 22, 2024 -
Entre el final del dominio romano en Britania y la conquista normanda de Inglaterra pasaron muchísimas cosas, entre ellas la aparición de la propia Inglaterra, un alumbramiento convulso entre muros de escudos (la formación militar característica de esos belicosos tiempos), reinos a la greña, vikingos y personajes fascinantes envueltos en el aura de la leyenda de unos tiempos salvajes y sangrientos de los que nos llega el eco del continuo entrechocar de espadas. A contar esa historia compleja (¡demasiados nombres que empiezan por Etel!) pero apasionante de "la etnogénesis de los ingleses" dedica el reconocido y mediático medievalista británico Marc Morris (51 años) su libro Anglosajones, la primera Inglaterra (Desperta Ferro, 2024), por el que transitan brutales señores de la guerra con sabor tolkiniano (dadores de anillos y poseedores de espadas famosas, y cascos), como Redvaldo, al que se habría enterrado en el barco de Sutton Hoo, o Penda de Mercia; abnegados religiosos y santos, y obispos ambiciosos y corruptos, como Winfrido; grandes reyes como Etelbaldo (recriminado por su lascivia), Offa, al que se asocia a una muralla defensiva, el Offa´s Dyke, similar a la de Adriano, o Alfredo el Grande, claro, desatador de "Alfredomanía", del que Morris señala con un humor muy british que sufría de hemorroides y que el monumento más antiguo en Wessex dedicado al monarca es un pub de 1763.
También aparecen por supuesto vikingos, ¡montones de ellos!, que trastocaron tanto el mundo anglosajón y que de haber prevalecido (aunque de hecho podría decirse que lo hicieron a través de sus parientes normandos) habrían abortado la Inglaterra que conocemos. Entre esos vikingos, el hoy tan conocido gracias a la serie Vikings Ivar el Deshuesado, hijo del legendario Ragnar Lodbrok; Halfdan, que se asentó en Northumbria; Guthrum, al que bautizó con sus jefes guerreros el propio Alfredo; Svein Barbapartida y su hijo el rey Canuto, rey de Inglaterra al vencer en la batalla de Assandun (1016) a Edmundo II Costado de Hierro; o Harald Hardrade, el Rayo del Norte y el Despiadado, que hubo de contentarse con los borgianos seis pies de tierra inglesa tras caer en la batalla de Stamford Bridge, donde sus guerreros perdieron por haber declinado usar cotas de malla a causa del calor, que ya es tontería.
La historia de Morris, con cada capítulo centrado más o menos en un personaje en particular, empieza con las legiones de la provincia, la más septentrional del Imperio romano, abandonándola en el 383 para marchar en apoyo de las reivindicaciones de su general, al que habían proclamado emperador, Magno Máximo (con ese apellido, su origen hispano y su destino adverso hubiese hecho un buen gladiator, por cierto). Fue el inicio de unos tiempos oscuros en Britania, donde la civilización romana se desvaneció. El año 410 marca definitivamente el fin del dominio romano en la isla, cuando el emperador Honorio contestó a la desesperada petición de ayuda de los britano romanos ante las invasiones germanas, principalmente la de los anglos (que tanto impresionaron al papa Gregorio I al verlos como esclavos en Roma) y los sajones, acaudillados por los legendarios Hengist y Horsa (Morris apunta que es tan improbable que existieran esos hermanos bárbaros como que lo hicieran Rómulo y Remo), diciéndoles que ya podían apañarse solos, pues él ya tenía bastante con Alarico. El autor de Anglosajones describe cómo la civilización romana desapareció, "los pueblos y ciudades se desmoronaron y arruinaron, las monedas dejaron de acuñarse y los productos más básicos desaparecieron". Britania entró en barrena y la sociedad se derrumbó. Morris traza el arco de su relato entre ese momento desesperado y otro cataclismo: la invasión normanda del ejército de Guillermo el Conquistador y la derrota en Hastings (1066) de su rival Haroldo II Godwinsson, el rey maldito —muerto según la tradición de un flechazo en el ojo como parece mostrar el tapiz de Bayeux: Morris lo debate—, que supuso el crepúsculo de la élite anglosajona que había construido la primera Inglaterra.
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"Son siete siglos en los que vemos surgir una galaxia de pequeños reinos sajones cuya unificación dio pie a esa Inglaterra", señala Morris, que detalla en su libro la lucha fratricida entre esos reinos (principalmente Wessex, Mercia, Northumbria y Anglia Oriental) mientras al mismo tiempo, desde el 793 (cuando se desató la furia de los paganos en Lindisfarne) se enfrentaban a la amenaza continua de los vikingos. Cuando un reino logró imponerse, el Wessex del rey Alfredo, un gran ejército vikingo invasor desbarató todo el tablero una vez más y pareció que los sajones iban a seguir el destino de los britones (los celtas arrinconados por estos), hasta que Alfredo, volviendo triunfante de los pantanos de Somerset en los que había sido acorralado, consiguió revertir la situación. Más adelante, con el reinado del danés Canuto, otro vikingo, Inglaterra formó parte de un imperio escandinavo, y pudo seguir así. "Canuto, cuya conquista en 1016 fue brutal, murió en 1035 a los 40 años; de haber vivido más no habría habido Eduardo el Confesor, ni invasión normanda".
En su recorrido, Morris desmonta tópicos como el de la existencia del rey (o lo que fuera) Arturo, supuesta némesis de los anglosajones, el sobrenombre de Haroldo I Pie de Liebre (en realidad una mala lectura) o que Eduardo el Confesor —sin duda piadoso— fuera pacifista o pusilánime. Valora a Alfredo como "valiente, resuelto y con visión de futuro", pero recalca que en realidad, pese a que se lo ha considerado el fundador de Inglaterra y promotor del inglés (y fundador de la Royal Navy), amplió su reino de forma modesta y quizá no fue tan tan grande, ni literato, aparte de su mala salud que quizá incluía también la enfermedad de Crohn, o ansiedad, lo que no se le puede reprochar (ni que se le quemaran los pasteles), visto el panorama. No parecía haber nada inevitable en un triunfo final de los anglosajones frente a los turbulentos señores de la guerra daneses. El historiador señala a Atelstán, hijo y sucesor de Alfredo, como el primero en ser coronado (925) rey de los ingleses, Rex anglorum. Morris muestra una cierta debilidad por el obispo Winfrido, que a la vez que tan trascendental era "una patada en el culo para mucha gente". El estudioso no considera un cliché lo de la edad oscura. "Hay que usar el término con conocimiento, pero es indudable que a partir del siglo V hubo una destrucción, una aculturación y un grado de violencia que lo justifican, todo colapsó".
De la omnipresente guerra, reflexiona que hay pocas descripciones pormenorizadas de cómo se libraba en la práctica, a diferencia de las fuentes para la guerra romana o medieval posterior. "Debes acudir a la arqueología de las armas o a alguna fuente literaria como el Beowulf, que es un poema de ficción pero muestra ese mundo de señores de la guerra que no es raro que nos suene tanto a Tolkien, dado que él era profesor de anglosajón". Tenemos, recuerda, una fuente para la sangrienta batalla de Brunanburh (937), el gran choque en el que Atelstán destruyó un enorme ejército vikingo acaudillado por el rey de Dublín: los guerreros se enfrentaron "hendiendo el muro de escudos, tajando las tablas de tilo con espadas martilladas".
Los vikingos, primero como saqueadores y luego como colonizadores (instalados en el Danelaw, en realidad, dice Morris, un área muy dividida políticamente gobernada por una pléyade de reyes y jarls), aparecen una y otra vez en ese proceso cainita de todos contra todos. "Su impacto fue violento y profundo, fueron catalizadores de la transformación de Inglaterra en un Estado único, ayudaron a crearla, aunque a la vez destruyeron mucho".