La península de las veinticuatro estaciones
La novela, protagonizada por una mujer de mediana edad que se instala junto a su gata en la remota península japonesa de Shima, aborda el acceso al conocimiento a través de la percepción de lo diferente
Este libro, que no es una novela, en realidad sí es una novela. Una novela distinta, tanto como cambiar de escenario y pasar de la ciudad a la vida de la naturaleza, que es lo que hacen la autora y protagonista de esta novela y su gata; tampoco es una novela de retirada a la vida rural, una retirada hacia la utopía de un renacimiento lejos del mundanal ruido; ni es una autoficción propia de quien carece de imaginación creadora. No. Es el relato de una apertura emocional y espiritual a la vida natural como actividad de la inteligencia sensible y una narración de historias del río de la vida. La acción transcurre a lo largo del año dividido en 24 estaciones y esa variedad es el motor de la acción de la novela.
La mujer, de mediana edad, se instala en la remota península de Shima, un lugar aislado al norte del Japón. Allí coinciden el valle, el bosque, los arrozales, un escarpado acantilado y el mar. Allí coincide con otras casas habitadas regular o irregularmente por gentes de su edad o más avanzada: el señor Kurata, experto en bambú, los Mochizuki que vienen de cuando en cuando desde Osaka, los Hiraoka, cada dos o tres meses, los Tachibana, fijos, que fabrican tinte vegetal, los Kawahara, cuyo marido dirigió una fábrica de papel, todos los cuales están jubilados y componen una pequeña comunidad de gente independiente que o bien está en su casa o juega al golf o nadan en la piscina municipal.
La novela desarrolla, sencillamente, el conocimiento a través de la percepción de lo diferente. El cambio de vida de la mujer protagonista es su acceso al conocimiento proveniente del trato con la naturaleza. El acento se pone en el relato progresivo de esa percepción porque constituye la dinámica del conocimiento y esta dinámica origina la narratividad del texto, es como el empuje del mar de fondo sobre la superficie —en este caso, la superficie del texto—; y esa superficie está servida con belleza por la traductora que nos ofrece este texto en castellano. La acción de la naturaleza sobre la mujer se apoya en una imaginería literaria que busca la sugerencia expresiva de las sensaciones con una delicadeza que he de calificar de japonesa y los lectores y degustadores de haikus me entenderán.
El primer día sale al “puente de madera (construido por ella) que antes fue la estantería de mi padre. Lo primero que hago al comenzar el día es atravesarlo”; pronto sale al bosque “en el que hasta el aire parece verde”; ante el estuario se extiende el océano azul. Todo en este libro es apertura de espacio y de vida, nada de encerramiento: “Aunque me falte Tokio siempre me quedará este lugar porque (…) aquí la tierra es sólida y fuerte”; y comenta: “Aquí se dan dificultades y discordias, como en cualquier sitio, incluso malestar entre aldeanos (…) en ninguna parte del mundo existe un lugar utópico”. No se engaña.
Este comienzo es el inicio del año de las 24 estaciones para ella y su gata. También a su gata le encanta la naturaleza: ese ser vivo, domesticado y acostumbrado a vivir en un piso comienza a mostrar su verdadero lado animal y la mujer piensa que “a estas alturas ya sabe más que ella sobre la constante transformación de la vida en el bosque cercano”.
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La serenidad y nobleza de espíritu de la mujer culmina en su despedida de la península de Shima, al finalizar el año. Vuelve a Tokio, con la intención de regresar de vez en cuando a su cabaña, cumplido el ciclo del reconocimiento de sí misma. Es un relato tan moroso y sugerente como el transcurso de las 24 estaciones que tanto ella como sus lectores se habrán merecido.