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Suzanne Valadon, la antimusa de Montmartre

Figura emblemática del París de las vanguardias, la gran artista (y madre del pintor Maurice Utrillo) protagoniza una excelente retrospectiva en el MNAC de Barcelona, la primera en España

Suzanne Valadon, la antimusa de Montmartre

Está el antes y, luego, el después. Los capítulos de la historia del arte, como los de otra historia cualquiera, se amortizan unos a otros sucesivamente, y así avanza la acción. La dirección inversa sería una subversión de la ley. Sin embargo, Suzanne Valadon resulta como artista posterior a su propio hijo.

Es alguien, se diría, que viene después del célebre Maurice Utrillo, el pintor por antonomasia de Montmartre: el molino, las plazas nevadas, las veredas entre las tapias... Nacida Marie-Clémentine, fue Toulouse-Lautrec quien la bautizó como Suzanne, el nombre adecuado para quien se exponía desnuda ante los ojos de los viejos pintores a los que servía de modelo: Renoir, Steinlen, Puvis de Chavannes... No obstante, también ella miraba, y aprendía.

Era una mujer muy hermosa. Un carácter. Quien más la animó a convertirse en pintora, Edgar Degas, la llamaba "la terrible María". Era hija de padre desconocido.

Desde los tiempos de la Comuna, Montmartre formaba un territorio aparte; allí no entraba la policía. Los hortelanos de grandes bigotes cargaban las verduras sobre sus mulas mientras los últimos juerguistas salían tropezando de los nuevos espectáculos... Desde el bulevar de Clichy y la plaza Pigalle, trepando por la butte, todo eran ya barracas y cabarets, estudios de artistas entre las huertas: Van Gogh, Seurat, Lautrec, Signac... Dos pintores llegados de Barcelona, Santiago Rusiñol y Ramón Casas, se alojaban en el mismísimo Moulin de la Galette. Como parte del discreto environment que inspira el montaje de esta exposición excelente, y junto a dos maravillosos bronces de Degas y un yeso de Matisse, una de las pinturas de Rusiñol que evocan aquel mundo es En campaña, obra clave de la colección del museo.

Sobre la caída de los desmontes en construcción, vemos a Suzanne y a su amante Miguel Utrillo vestido de militar con el uniforme prestado por Erik Satie, con quien también tuvo un romance y al que hizo un estupendo retrato. Cuando ese romance acabó, el músico, en estado de duelo, compuso las Vexations, que suenan mientras deambulamos.

Esta primera retrospectiva de Valadon en España, comisariada por Eduard Vallès y Phillip Dennis Cate, ya tenía bazas para propiciar la colaboración entre el MNAC y el Centre Pompidou-Metz. Pero hay más: Utrillo era un ingeniero catalán, periodista, crítico, dibujante y quien puso de moda las sombras chinescas en Le Chat Noir y luego en Els Quatre Gats, de Barcelona. Tras mucho insistir, siete años más tarde de su nacimiento, Utrillo reconoció al hijo que había tenido con Suzanne: Maurice, el pintor famoso.

Luego tuvo otros en su matrimonio, uno se llamó Miguel, un desatado personaje de la posguerra española que ayudó a César González-Ruano a alquilar la casa de Sitges en la que se reunían Ridruejo, Pruna, Cirlot... Para entonces, Miguel Utrillo hijo ya había conocido a Suzanne en París, y conocería a Maurice poco antes de su muerte devastado por el alcohol. Dio detalles de ellos en artículos y conferencias, incluido el tiro de pistola que Valadon ofreció a Miguel Utrillo padre como despedida. Ruano llamó a todo esto "el affaire de los Utrillo".

Pero la envergadura artística de Suzanne Valadon desborda con mucho la inestable biografía que propicia su leyenda, y también esa condición de las mujeres artistas que hoy parece tan tentador agrupar en un gueto. No tuvo la melosidad de Marie Laurencin o de Olga Sacharoff, ni la elegancia distante de Mary Cassatt.

Había sido modelo, repartidora de la ropa planchada por su madre, costurera, ayudante en los espectáculos. Decidió ser pintora después de conocer los trucos artesanales de los artistas famosos. Lejos del codificado patrón impresionista que hizo célebre a Maurice entre los coleccionistas americanos, a ella una intuición infalible y una conciencia artística siempre alerta la llevaban hacia otra verdad de la vida. Para salvar a su hijo y antes de que su marido, el pintor André Utter, dilapidara las ganancias obtenidas de los utrillos, Suzanne compró el castillo de Saint-Bernard, junto al río Saona.

Maurice y Utter, herido en la guerra, demandaban su atención cada cual por su cuenta. Suzanne tardó en encontrar su camino. Sus escenas de familia tienen una gravedad gótica. En sus desnudos de los años veinte late la sustanciosa carnalidad de los expresionismos germánicos; a veces parecen anticipar los cuerpos sobre las tarimas de Lucian Freud.

Las gruesas líneas negras que recortan las formas evocan a Cézanne, a Derain. Los ondulantes sofás, bajo los que yacen las flores de los clientes, y la angustia ornamental que los cubre de alfombras y pieles, despiertan el recuerdo de Matisse, de Iturrino, y su terror al vacío. El retrato de Madame Robert Rey y su hija Sylvie, por algún lado nos devuelve el de Miró por Balthus. El de Madame Pétridès, o el de Charles Wakefield-Mori, ambos tan alemanes, apuntan hacia los nuevos realismos europeos. En telas como Las dos hermanas (1928), Catherine sobre una piel de pantera (1923), la Mujer con medias blancas (1924) o su extraordinario Autorretrato en el espejo (1927), Suzanne Valadon ya es una pintora única, inconfundible, en permanente inquietud.

Esta brava mujer de Montmartre conoció el sacrificio, y no sólo en favor de su hijo; consiguió un pequeño apartamento al anciano y desahuciado Degas. Conoció la amargura conyugal, el abandono y la ruina, pero también la gloria. Celebró su éxito en grandes exposiciones internacionales. A su funeral acudió lo más alto del Gobierno y del arte.

El Estado francés compró sus obras. Una de ellas, quizá el do de pecho de su pintura, La habitación azul (1923), resume su arte con los elementos de mayor elocuencia simbólica: sumergida en el maremágnum de un espacio abigarradamente ocupado por las telas estampadas, una mujer gorda que fuma, vestida por entero con ropas incongruentes, con libros al alcance de unas manos rudas, es una antimusa, alguien que no es modelo de nada ni de nadie.