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Nicolás de Cusa, el tesoro de la ignorancia

El que fuera, quizá, el filósofo más importante del siglo XV, cultivó la teología y la investigación de la naturaleza. Para él, el máximo absoluto es Uno, la unidad universal del Ser es indiscutible

El cardenal Nicolás de Cusa, a su llegada a los Países Bajos en 1451 (grabado de 1700).Nicolás de Cusa, el tesoro de la ignorancia

Lejos de ser una ignominia, la ignorancia es un tesoro. Un valor precioso y siempre presente que se custodia estudiando. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que no sabemos. Nicolás de Cusa es quizá el filósofo más importante del siglo XV. Se forma como jurista, pero sus intereses desbordan el marco de las especialidades. Acaba en la teología, que entonces era la ciencia dominante. Cultiva las matemáticas y la astronomía. Estudia en la hermosa ciudad de Padua, desde donde se puede navegar hasta Venecia. Conoce los frescos de Giotto y, como el pintor, pretende reformar su disciplina. Escribe un libro inmortal donde esboza la nueva perspectiva. Un libro oriental donde se vislumbra una meta, tan antigua como la filosofía, la conciliación de los opuestos.

Sus amigos italianos lo llamaban Cusanus, porque había nacido en Kues, junto al Mosela. Negó que la Tierra estuviera en reposo en el centro del cosmos y amplió el universo hasta el infinito, un siglo antes de que lo hiciera Giordano Bruno (de cuyas ideas beberían los jóvenes románticos Hamann, Goethe y Schelling). En su biblioteca, que todavía puede visitarse, se encuentra una importante colección de escritos de Ramón Llull y buena parte de la obra del Maestro Eckhart. A los dos leyó e imitó. Lo inspiraron también Proclo y Dionisio Areopagita (teólogo bizantino del siglo VI, traducido por Scotus Erigena), del que heredó la teología negativa. Fue hechizado por un motivo filosófico, que es a la vez místico, psicodélico y matemático: la unidad de todas las cosas.

Nace en 1401. Una familia noble se ocupa de su educación. Aprende el amor por el mundo greco-romano y por la mística neoplatónica, la idea de una fuerza vivificante informadora de todas las cosas. A los 15 años se matricula en la Universidad de Heidelberg como estudiante de artes liberales. Pero no encaja con el clima intelectual, dominado por los nominalistas. Dos años después inicia en Padua los estudios de derecho, doctorándose en 1423. En 1425 se matricula en teología en la Universidad de Colonia, donde conoce las doctrinas de Alberto Magno y Raimundo Lulio. Al año siguiente es nombrado secretario del cardenal Orsini. Entra en contacto con la política eclesiástica y los humanistas, descubre códices antiguos, inéditos de Cicerón y comedias de Plauto, se gana fama de erudito. Se ordena sacerdote en 1430. Recibe el beneficio eclesiástico de una canonjía e inicia su actividad como predicador. Participa en el Concilio de Basilea y empieza a ganar prestigio. Nunca será un sabio de gabinete. Se implica en los grandes problemas de su época. Defiende la primacía del concilio sobre el Papa y luego lo contrario. Promueve una reforma del Imperio. Cultiva la teología y la investigación de la naturaleza. Trabaja en la reforma del calendario litúrgico y, como Leibniz, viaja constantemente, por el Imperio y por Italia, realizando tareas diplomáticas como legado pontificio. A pesar de todo ese ajetreo, sabe reservarse semanas para el estudio y la meditación. En 1437 lo encontramos en Constantinopla con el encargo de negociar con el Emperador y las autoridades eclesiásticas griegas su participación en el Concilio de Ferrara, donde se pretende sellar la unión con los ortodoxos y acabar con el cisma de Oriente. Una tentativa que finalmente fracasa.

Trabaja en Alemania por la unidad del occidente cristiano y, como reconocimiento a su intensa labor política y diplomática, es nombrado cardenal en 1448, dos años después, obispo de Brixen (Tirol). Todo ese ajetreo no le impide escribir De docta ignorantia (1440), De Deo abscondito (1445) y otras obras, entre las que destaca una apología de la docta ignorancia, donde se defiende de la acusación de herejía por parte del rector de la Universidad de Heidelberg. En 1450 ven la luz varias obras matemáticas y los tres Libros del idiota, deliciosos diálogos filosóficos y teológicos.

De 1450 a 1452 viaja como legado pontificio por Europa Central, visita más de cincuenta conventos y monasterios. Toma posesión de su sede episcopal en Brixen, donde no era el candidato del capítulo catedralicio ni de la autoridad política, por lo que le surgen numerosos enemigos. Allí se cumple lo que decía Thomas De Quincey de los grandes filósofos. No eres uno de ellos si no han intentado asesinarte. El duque Segismundo atenta contra su vida y tiene que huir. Meses después la fortaleza en la que se encuentra es atacada por el duque. Firma la rendición. Renuncia a la diócesis y se refugia en Roma. Pio II lo nombra camarlengo y vicario general para el Lazio. Desde entonces interviene activamente en la política de los estados pontificios. En 1463 es nombrado por el papa gobernador de Orvieto. Mientras tanto, ha escrito De visione Dei y De pace fidei y De beryllo, tres obras fundamentales. Se confirma que los tiempos tumultuosos suscitan más la creatividad que los tiempos de paz. Muere en 1464, en compañía de Pío II, cuando va al encuentro de la flota de la cruzada cristiana contra los turcos (tres días después muere el papa). Cusa es enterrado en San Pietro in Vincoli, donde reposa su cuerpo, salvo su corazón, que quiso que fuera trasladado a su ciudad natal.

Cusa explica de qué manera saber es ignorar. Una postura que anticipa la de Popper: toda ciencia es falsable, antes o después se mostrará falsa; y así, de falsedad en falsedad, vamos avanzando. De modo parecido a como la enfermedad engaña al justo, el saber engaña al inadvertido, inflando su ego, cegándolo al hecho de que lo único que podemos saber es que no sabemos. Esa ignorancia es un tesoro que hay que custodiar celosamente. Y, ¿cómo hacerlo? Mediante el estudio y el aprendizaje, de modo que esa ignorancia sea docta (o enciclopédica, como diría Huxley). En un mundo de expertos, vemos qué poco espacio queda para esta perspectiva, humilde y ambiciosa al mismo tiempo.

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Nicolás de Cusa. Detalle del altar de la capilla del Hospital de San Nicolás, c. 1480.