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La caída de Roma

A pesar de su pasado glorioso, la capital de Italia nunca ha sido un dechado de virtudes

EL PAÍS

La caída de Roma

La capital de Italia –2,8 millones de habitantes, más de 10 millones de turistas al año– nunca fue un dechado de virtudes. Desde hace muchos años, hasta los visitantes más despistados se percataban enseguida de que los monumentos se caían, literalmente, a pedazos, las calles estaban sucias y llenas de baches, los transportes públicos eran un desastre y las autoridades hacían la vista gorda ante demasiados abusos: carteristas de plantilla en las líneas de autobuses más frecuentadas por los turistas –en especial, la 40 y la 64, que cubren el trayecto entre la estación de Termini y el Vaticano atravesando el centro histórico–, taxistas de aeropuerto a los que solo les faltaban el parche en el ojo y la pata de palo, pizzerías y heladerías abusivas –a la hora de cobrar y en el modo de invadir con sus veladores el espacio público–, agentes de la ley cuya única misión parecía ser la de pasear por la ciudad y, si acaso, reconvenir como un padre bondadoso a quienes convertían las fuentes de Bernini en piscinas públicas, o a aquellos, muchos, que congestionaban aún más el tráfico estacionando en zonas prohibidas. Bastaba, no obstante, con detenerse a observar durante un rato todo aquel desbarajuste para descubrir un cierto orden, una especie de contrapunto rebelde, anárquico y descreído a la vieja corrupción de los dos Estados que soporta –Italia y el Vaticano– y a una burocracia opresiva por gigante e ineficaz.

Durante demasiados años, décadas incluso, los romanos, al igual que el director de cine Paolo Sorrentino, optaron por no indagar mucho sobre los motivos del caos y concentrarse en “la dulzura de ciertas puestas de sol, en la inexplicable suavidad del clima y del estado de ánimo que sólo Roma te consiente”. A propósito de su película La gran belleza, en la que trata de explicar Roma a través del cansancio de vivir del periodista Jep Gambardella, Sorrentino, nacido en Nápoles en 1970, admitía: “Es una ciudad que en realidad no conozco y, de hecho, es una ciudad que no quiero conocer en profundidad, porque como en todas las cosas que se entienden bien, el riesgo de la desilusión está siempre al acecho. Por tanto, me limito a intuirla, a atravesarla todos los días como un turista sin billete de retorno, y soy feliz así. Finjo no escuchar las críticas incesantes de sus habitantes ni creer las invectivas furibundas de los de fuera sobre la pobreza cultural y moral de la ciudad. Cobardemente, me tapo los oídos. No quiero que me arruinen el sueño”.

Pero, de pronto, el sueño se arruinó. Dos operaciones consecutivas de la fiscalía de Roma –la primera el pasado mes de diciembre y la segunda en junio– demostraron que hasta los romanos más críticos se habían quedado cortos. La vieja incógnita –¿hay Mafia en Roma?– fue despejada de forma abrupta. Todo pareció encontrar sentido. De repente, empezó a tener explicación que la ciudad estuviese siempre tan sucia, tan caótica, que todo el dinero destinado a las emergencias sociales –acogida de migrantes, atención a las familias en apuros– nunca fuera suficiente. La investigación de los fiscales arrojó luz sobre una serie de personajes inquietantes que conformaban un triángulo criminal destinado a adjudicarse los mejores contratos públicos. En un vértice situaron a Massimo Carminati, un viejo terrorista de extrema derecha, exsicario de la banda de la Magliana, apodado “El Tuerto” porque perdió un ojo en un enfrentamiento con la policía. En el siguiente ángulo, a Salvatore Buzzi, un empresario de izquierdas con grandes contactos en los bajos fondos, obtenidos tras pasar una temporada en la cárcel por matar a un antiguo socio. Entre los dos –el poder de la amenaza y la seducción del dinero– se encargaron de tejer una extensa red de políticos y funcionarios a sueldo que se encargaban de procurarles los contratos más suculentos.

Un triángulo perfecto que la policía no dudó en calificar como la quinta Mafia de Italia, tras la Cosa Nostra siciliana, la Camorra napolitana, la ‘Ndrangheta calabresa y la Sacra Corona Unita, de Puglia. Fue bautizada como Mafia Capital. Su jefe, el viejo terrorista, tenía incluso una filosofía inspirada en la Tierra Media de Tolkien: “Los vivos están arriba, y los muertos, abajo. Y nosotros estamos en el medio. Porque en este mundo de la Tierra Media todos se encuentran. A los del mundo de arriba les interesa que alguno del mundo de abajo les haga cosas que no puede hacer nadie, y entonces todo se mezcla”. Una filosofía que, a la hora de la verdad, el empresario Salvatore Buzzi no tenía empacho en traducir al román paladino para que ni sus políticos ni sus funcionarios en nómina se despistasen con las ínfulas del sicario venido a más: “Ya conoces la metáfora: ‘Si quieres ordeñar la vaca, la vaca tiene que comer. Y la has ordeñado tanto, tanto…”.

Tanto que la decadencia de Roma pasó en cuestión de días de ser un achaque crónico, una tertulia de café, media página de vez en cuando sobre Il Messaggero, a convertirse de la noche a la mañana en una enfermedad mortal, una discusión global, un motivo de interés para los principales diarios internacionales. Ya no había manera de seguir fingiendo. Las más de 80 detenciones y los centenares de indagados –entre los que destacan el anterior alcalde, el exfascista Gianni Alemanno, y un subsecretario del Gobierno de Matteo Renzi– sacaron a la luz una realidad terrible. Tras la belleza de Roma se oculta una maquinaria de corrupción que se nutre incluso de la desesperación de los más débiles. En la infinidad de cooperativas –tildadas “de izquierdas”– manejadas por Salvatore Buzzi se adjudicaban los contratos para recoger la basura, limpiar los parques, gestionar los campamentos de refugiados, pero los fondos reales terminaban convertidos en una ilusión óptica, como en una perspectiva de Borromini. La emergencia social se convirtió en el mejor de los negocios. “Con los inmigrantes”, llegó a reconocer uno de los detenidos durante una conversación grabada por la policía, “se gana más que con la droga”.

Y, entonces, sucede lo más curioso, algo en lo que apenas se ha incidido, pero que da sentido a la confesión del juez italiano implicado en la lucha contra el crimen organizado: “El Estado casi nunca logra hacer funcionar las empresas confiscadas a las mafias”. La detención de la cúpula de Mafia Capital, la identificación de sus cómplices y de sus prácticas, no provoca una mejoría en la situación de la ciudad. Ni siquiera la honestidad sin discusión de su actual alcalde, Ignazio Marino, un cirujano especializado en trasplantes, con una brillante carrera en Estados Unidos y elegido en las listas de centro-izquierda, logra emitir una señal de esperanza. Más bien al contrario. Se producen dos llamativas circunstancias en paralelo. Por un lado, todos aquellos que habían fingido ceguera –notables de la ciudad, líderes políticos y destacados periodistas incluidos– se curan de pronto y empiezan a señalar uno por uno todos los males físicos y morales de Roma. Por otro, los servicios que ya funcionaban mal –los trenes de cercanías, el metro, los autobuses urbanos, la recogida de basuras, la inhibición policial hacia los rateros de diversos pelajes– ahora ya parecen definitivamente colapsados.

Como si, desde la cárcel y los despachos todavía corruptos, el viejo terrorista, su compinche empresario y todos aquellos que, de chaqueta y corbata, han practicado durante los últimos años el saqueo sistemático de Roma se estuvieran vengando. La situación actual de caos absoluto conduce inevitablemente a una escena de La gran belleza. Jep Gambardella, el periodista incapaz de sobreponerse –como la propia ciudad– a sus viejos tiempos de gloria, se sorprende por la detención de su vecino de ático, un tipo introvertido, vestido siempre con los mejores trajes. “¿Usted quién es?”, le pregunta. Y el vecino, ya esposado por la policía antimamafia, contesta: “Un hombre trabajador que, mientras usted juega a ser artista y se divierte con sus amigos, hace funcionar este país. Yo hago funcionar este país, pero muchos todavía no se han dado cuenta”.

Los que, en la Roma de Paolo Sorrentino, se vanaglorian de hacer funcionar Italia, parecen dispuestos a destruir Roma para enviar el mismo mensaje: sin la Mafia, el país no funciona. Durante los últimos meses, un pequeño y misterioso incendio en el aeropuerto de Fiumicino ha provocado un caos que todavía persiste, las ratas han invadido la Fontana de Trevi –todavía en obras, tras años de abandono–, los conductores de los autobuses y el metro han secundado huelgas encubiertas que han llegado a provocar enfrentamientos a pedradas con los usuarios, las fuentes de la ciudad han dejado de ser limpiadas semanalmente y sus aguas se han asemejado a las del Tíber, cuyas márgenes son desde hace años un depósito de basura.

Según Matteo Renzi, quien aún sopesa la idea de hacer caer a un alcalde al que, como la mayoría de la población considera honesto, pero ineficaz, “Roma no se merece esto”. En un artículo publicado en Il Messaggero, el primer ministro urgía a Ignazio Marino a actuar ante el peligro de que el Ayuntamiento sea disuelto por infiltración mafiosa: “Los romanos se merecen un futuro a la altura de la belleza de su pasado y de sus sueños más hermosos”. La mayoría, no obstante, parece conformarse con un presente más modesto. Si acaso, un poco de asfalto para los baches y que el camión de la basura pase de vez en cuando.



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