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Un tratado del fracaso

El ensayo de la poeta belga Charlotte Van den Broeck se plantea a través de la historia de 13 proyectos arquitectónicos fallidos si la derrota en el arte equivale a una vida malograda

La iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane y la fuente de Juno, en Roma.Un tratado del fracaso

Desde su inauguración, la piscina municipal Stadspark, en el municipio belga de Turnhout, nunca estuvo en funcionamiento más de tres meses seguidos. Muy a menudo, la dirección se veía obligada a cerrar temporalmente el complejo a causa de las más variopintas —e inverosímiles— incidencias: hundimientos del terreno, sustancias blanquecinas que aparecían en el agua, averías técnicas imposibles de prever. A pesar de que las causas reales no trascendieran, lo que ocurría era que el sótano del complejo, cuya construcción había costado la nada desdeñable cifra de 10 millones de euros, se estaba hundiendo en el cenagoso subsuelo de la región. Y lo hacía sin remedio. Pero esta piscina malograda no habría pasado a la historia de no ser por estas dos razones. La primera: el arquitecto de la piscina, confrontado con la enésima deficiencia de su obra, desgraciadamente terminó suicidándose. Y la segunda: resulta que Turnhout es el pueblo natal de la poeta flamenca Charlotte Van den Broeck (1991) y el descubrimiento de las aciagas circunstancias que rodean la muerte del arquitecto de esta piscina es la mecha que enciende Saltos mortales.

Fracasa mejor, dice la mítica cita de Beckett, y lo cierto es que todos, de manera más o menos ostensible, hemos experimentado el fracaso. Sin embargo, el de un arquitecto es demasiado visible, una humillación pública, incluso cuando no conlleva la pérdida de vidas, y ese es justamente el punto de partida y el hilo del que tira Van den Broeck en Saltos mortales. A medio camino entre la reflexión ensayística y el viaje personal, en estas páginas que suponen su lúcido debut en prosa, Van den Broeck guía al lector a través de 13 proyectos arquitectónicos que poseen un denominador común: todos resultaron fatales para sus creadores. A lo largo de tres años, la autora visitó estos epicentros del fracaso para tratar de restaurar, mediante sus palabras, algo de ese honor perdido. Como si por rescatar esas historias, algunas de ellas anónimas, lograra ofrecer cierta reparación, vestir de grandeza una muda desesperación.

Las 13 historias aquí comprendidas son, de alguna manera, una peregrinación hacia esos lugares, es decir, un desplazamiento físico, pero conforman especialmente una suerte de viaje interior en el que Van den Broeck pone sobre la mesa preguntas con respecto al hecho artístico: ¿es el fracaso de la creación un símbolo de una vida fracasada? ¿A partir de qué punto es un fracaso más importante que la propia vida, o tan abrumador que la vida entera puede definirse como un fracaso? ¿Dónde está la línea entre un creador y su obra? ¿Existe acaso?

Después del fiasco de la piscina de Turnhout, la autora se encamina hacia la francesa iglesia de Saint-Omer para visitar su campanario torcido. Sus andanzas la llevan también hacia el Edificio de Correos y Telégrafos de Ostende, de Gaston Eysselinck, que, aunque hoy posea estatus de monumento protegido y se considere uno de los hitos de la arquitectura modernista belga de posguerra, significó el descenso a los infiernos de su creador, que terminó con su vida. Como también lo hicieron los arquitectos de la ópera estatal de Viena, Eduard van der Nüll y August Sicard von Sicardsburg, los padres de ese majestuoso edificio al que maliciosamente apodaron la caja hundida y que fue agraciado, antes de terminar su construcción, con decenas de motes calumniosos. Asimismo, se asoma la Biblioteca Nacional de Malta o el erotismo de la fachada de San Carlo alle Quattro Fontane, con ese genio del Barroco que es Francesco Borromini y su suicidio mítico —dejando caer su cuerpo sobre un sable—, que pone de relieve que “no hay medias tintas. Solo hay consumación o fracaso”.

Cabe preguntarse qué busca la autora con esa recolección de fracasos. Porque a Van den Broeck no le interesa la muerte en sí, sino las fuerzas que conducen a alguien a quitarse la vida. Le interesan también los peligros y riesgos que entraña el camino del arte, como si necesitara listarlos para hacerlos visibles y, armada de señales y precauciones, pudiera librarse de extravíos y pérdidas.

“Cualquier pretensión de producir una obra maestra es de una soberbia absoluta, pero lo contrario parece más inconcebible todavía. ¿A partir de qué punto estamos dispuestos a admitir nuestra mediocridad? La mediocridad es más cruel que el mero fracaso. En el fracaso hay cierta grandeza”, escribe. La conclusión al terminar Saltos mortales es obvia: la protagonista de estas páginas es la propia Charlotte Van den Broeck, que se sirve de estos 13 espejos para cuestionarse su modo de estar en la vida y en el arte. Más allá del hallazgo de la idea que las vertebra, lo más destacable de estas páginas es esa confrontación continua, la lucha que finalmente desemboca en una aceptación: sus palabras no lograrán redimir a esos desdichados arquitectos ni restañar su honor perdido. Aunque eso, en realidad, lo sabía desde el principio. Pero quizás esas palabras la conduzcan (nos conduzcan) a una tímida revelación. No sabemos qué basta para que una vida sea un fracaso. O, un momento, quizás, sí. Tal vez el verdadero fracaso sea, perdónenme el tópico, no haberlo intentado.