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El mentiroso sublime

Tahar Ben Jelloun recuerda en este texto la llamada que, siendo él un joven de 30 años, recibió de un autor Jean Genet, de 64 años.

Blanca escarlata, la voz de Jean Genet. El recuerdo de una voz tiene un color; la de Genet tenía algo de luminoso y al mismo tiempo de juguetona. Todavía la oigo. Voz trabajada por el tabaco, un poco ronca, casi femenina, pero una voz sonriente. Con el tiempo se volvió gruesa, calma y siempre presente, urgente. Escribirá en Un cautivo enamorado: “Como todas las voces, la mía está falsificada, y si no se adivinan las falsificaciones ningún lector es consciente de su naturaleza”.

Jean Genet, en Chicago en 1968.El mentiroso sublime

En ningún momento sentí que su voz era “falsa”, salvo cuando imitaba a la gente. Más de 40 años después, aún la conservo claramente en la memoria. La escucho, regreso al pasado y vuelvo a ver aquella mañana soleada de primavera, el 5 de mayo de 1974; yo tenía treinta años y él la edad que yo tengo hoy, cuando escribo estas líneas: 64 años. Mucho más que sus escritos, a los que vuelvo a menudo, es su voz la que más me acompaña. Para mí era la voz de un hombre verdadero, no la de un mentiroso, de un embustero, de un jugador o de un comediante. Sobre todo no la de un santo.

Me habló por teléfono, y me esforcé en representármelo. Había solo visto una foto suya con los Black Panthers en América. Me acordaba de su nariz de boxeador y de su cabeza calva. No estaba seguro de reconocerlo si me lo encontrara por la calle. Había oído hablar de él cuando se posicionó en favor de los prisioneros negros en América. Fue en julio de 1969, en el Festival Panamericano de Argel. Unos hombres venían de caminar por la luna, y nosotros, incrédulos, preferíamos la compañía de los militantes negros con Angela Davis a la cabeza. Fue allí cuando oí por primera vez el nombre de Genet en boca de Jean Sénac, poeta francés que se hizo argelino, asesinado en 1973 en Argel porque era homosexual, porque era rebelde, porque molestaba a un régimen militar duro y alérgico a la poesía, al pensamiento libre, a la imaginación creadora.

“Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo sí, lo he leído y me gustaría quedar con usted... ¿Está libre para comer?”. Me dije: resulta gracioso, el mundo al revés. ¡Un mito de las letras francesas que me invita a mí! No me lo podía creer. Estaba vagamente al corriente de sus bromas, de sus polémicas, de sus escándalos y de sus obras prohibidas. Cuando estaba escribiendo mi primera novela, Harrouda, entre 1970 y 1972, descubrí el Diario del ladrón, que un amigo me había recomendado. “Léelo, habla de Tánger, un Tánger que ni tú ni yo conocimos”. Efectivamente, me quedé sorprendido y al mismo tiempo me intrigó lo que aquel hombre relataba de su viaje de Barcelona a Tánger. Aquella lectura me conmocionó, pero fue una conmoción saludable, formidable.

“Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo sí, lo he leído y me gustaría quedar con usted... ¿Está libre para comer?”. Me dije: resulta gracioso, el mundo al revés. ¡Un mito de las letras francesas que me invita a mí!

¡Jean Genet quería conocerme! ¡Por supuesto que estaba libre! Lo habría anulado todo para aceptar su invitación. Fue la única vez en que me habló de usted. El tuteo era en él inmediato, salvo con las personas que quería tener a distancia.

Yo sabía que había leído Harrouda, aparecida en 1973, en Maurice Nadeau. Había hablado de ella en una emisión de France Culture. Su intervención se publicó en L’Humanité. Un amigo librero de la Rue de Rennes me lo comunicó algunos días después, pero demasiado tarde para encontrar el diario en los kioscos. Me dijo que Genet se metió con Sartre. “Harrouda de Tahar Ben Jelloun, Une vie d’Algérien de Ahmed, Le Cheval dans la ville de Pelégri, Le Champ des oliviers de Nabile Farès ?había declarado Genet el 2 de mayo de 1974? son los libros que uno tendría que leer para conocer la miseria de los emigrantes, su soledad y sus desdichas, que son también las nuestras. [...] Es necesario que hable, y volveré a hablar de estas voces más lúcidas que lastimeras, ya que nuestros intelectuales, a los que todavía se les llama estúpidamente pensadores, escurren el bulto; los que supuestamente son los mejores se callan; uno de los más generosos, Jean-Paul Sartre, parece haber cometido un error y complacerse en el mismo. No se atreve a pronunciar una palabra, una palabra que podría ayudar a esas voces de Tahar Ben Jelloun y Ahmed. Pero Sartre ya no es el pensador de nadie, salvo de una pintoresca banda ya desbandada”.

Estas palabras me habían en un principio sorprendido, pues eran inexactas: mi novela no trataba de la miseria de los inmigrantes, sino de la historia de un niño que descubre la sexualidad entre las ciudades de Fez y Tánger. Genet solo había retenido la figura de la madre del niño y la de aquella anciana prostituta convertida en mendiga que los niños apodaban “Harrouda”. A la espera de leer todo el artículo, me dije “he de darle las gracias” y envié una carta bastante banal a Gallimard con mi dirección en el dorso del sobre: “Maison de la Norvège, Cité Universitaire, boulevard Jourdan, Paris XIV”.

Estaba muy lejos de imaginar que me respondería y no podía adivinar que elegiría telefonearme. En la Ciudad universitaria no teníamos teléfono en las habitaciones, solo una campana para avisarnos. Había entonces que bajar a recepción para atender la llamada. Yo estaba en pijama y, mientras me vestía, solo me invadía un temor: que el comunicante no hubiera ya colgado.

Me llamaban raramente. Debían de ser, pensé, mis padres o mi hermano seguramente de paso por París. Cuando tomé el auricular, su primera frase salió de una vez. Ni una sola vacilación, ni el más mínimo silencio entre las palabras. Como aprendida de memoria, como recitada por un comediante sin derecho a equivocarse: “Me llamo Jean Genet...”.

Me pidió que nos encontráramos en el restaurante L’Européen, frente a la Gare de Lyon. Tomé el metro con la emoción de ir a conocer al escritor con el que nunca hubiera esperado encontrarme un día. Pero he aquí que, perturbado por la invitación, me equivoco de estación y me encuentro en la Gare du Nord. Bajé de nuevo al metro volviendo a pensar en las páginas del Diario del ladrón, un libro que me había dejado noqueado por su virulencia, su crueldad y su audacia. Me acordaba de los escupitajos, de los piojos y de las palabrotas: “Los piojos nos habitaban. Proporcionaban tal animación a nuestras ropas, tal presencia, que, al desaparecer, parecía que estaban muertas. Nos gustaba saber, y sentir, pulular las bestias translúcidas que, sin ser domesticadas, eran tan buenas con nosotros que el piojo de otro nos asqueaba. Las cazábamos, pero con la esperanza de que en el día hubieran nacido las liendres. Con nuestras uñas las aplastábamos sin asco y sin odio”.

Se me había quedado este pasaje en la memoria porque me regresaba con precisión a aquellas noches pasadas en el campo disciplinario del ejército cazando chinches (cuando uno los aplasta, desprenden un olor insoportable) y piojos que se ocultaban en las sábanas, ya que nuestras cabezas eran sistemáticamente rasuradas cada dos días.

Después de haber atravesado todo París en metro, llegué finalmente con mucho retraso. Era un día particularmente soleado, Genet estaba en la acera, con un libro en la mano. Me sorprendió el rosa fresco de sus mejillas, un rosa caramelo. Un bebé risueño, pequeño de talla, camisa de un blanco relumbrante, pantalón beige no muy limpio, gastado chaquetón de gamuza, restos de nicotina en los dedos. Fumaba cigarrillos Panter, el humo olía fatal. Al entrar en el restaurante, creí que hacía bien diciéndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: “No me vuelvas a hablar nunca más de mis libros; escribí para salir de prisión, no para salvar a la sociedad; he salvado mi piel aplicándome como un buen escolar, ya lo sabes, eso es todo”.



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